La realidad cotidiana

Introducción

Miguel Ángel Ferraro

En la realización de este material colaboraron Maria Sofía Cinquino, Flavia Outi que transcribieron y “recuperaron” mis apuntes de clases, en las correcciones estuvieron Daniela Marchini, Sofia Saulesleja, Noemí Vidal.

 

¿Es natural todo lo que hacemos en nuestra vida cotidiana?

“Es famoso el dicho de Marx según el cual las personas hacen la historia pero no las condiciones de su elección. Podemos actualizar esta tesis conforme a las exigencias de la política de la vida y decir que las personas hacen su vida pero no las condiciones de su elección.”

Bauman, Zygmunt La sociedad individualizada. Cátedra, Madrid, 2001

Para mejor y para peor, las cosas en nuestra vida cotidiana pueden ser de diferentes maneras. Nuestra realidad diaria parece ser algo natural y normal y no hay demasiadas opciones para que sea diferente.

El hecho es que no podemos entender cómo trabajamos, consumimos, amamos, nos divertimos, nos frustramos, hacemos amistades, crecemos o envejecemos, si no partimos de la base de que podríamos hacer todo eso de muchas otras formas.

Pero sea como sea que se lleven a cabo esas actividades, todo depende de las circunstancias sociales en las que somos educados, maleducados, hechos o desechos.

A qué dedicaremos nuestros esfuerzos físicos y mentales, son cosas que dependen de cómo la sociedad (que no es nunca la única posible) nos las defina, limite, estimule o proponga.

La sociedad nos marca la forma de sentir esas necesidades y de canalizar nuestros deseos.

Para poner a prueba nuestra idea de que no existe una sola y única sociedad pongamos a consideración algunos ejemplos de nuestra vida cotidiana.



Muchos estarán de acuerdo que el amor que tiene los padres por un hijo es algo “natural”. Tal vez con nostalgia recordemos escenas de la infancia donde nuestros padres nos acompañaban cuando estábamos enfermos o nos acariciaban haciéndonos sentir como los seres más afortunados del universo.
Pero si el amor de los padres es algo natural siempre tuvo que ser así.

A través del sociólogo Norbet Elías y su estudio sobre la civilizaron de los padres descubramos que pasaba en la antigüedad:

“imaginarse hoy en día el trato de los niños, en particular el que se dispensaba a los párvulos en tiempos pasados, suscita más de una dificultad. Pruebas de este trato existen en abundancia. Pero las realidades que revelan provocan cierta incomodidad

En un estudio relativamente reciente se dice:
“Por lo general se subvalora el asesinato de infantes en la Antigüedad, a pesar de que los autores antiguos presentan cientos de señales inequívocas de que el asesinato de niños un fenómeno cotidiano y ampliamente aceptado. Los niños eran arrojados a los ríos sobre el estiércol y en hoyos fecales eran” conservados” en recipientes con el propósito de hacerlos morir de hambre, se abandonaban en la montaña y a la vera del los caminos como “presa de pájaros y alimentos fieras que lo despedazarían” (Eurípides, Ion). Generalmente se consideraba que no valía la pena que viviera un niño imperfecto en forma y altura o un niño que gritaba con voz demasiado débil o demasiado fuerte o que de algún modo fuera distinto de lo que exigían los escritos ginecológicos referentes a la cuestión
“como se reconoce que un recién nacido merece la pena de ser educado”. Los hijos que nacían primero, ciertamente podían por lo común, vivir en especial si se trataba de un varón. Las niñas naturalmente contaban poco. Las instrucciones que Hilarion dio a su mujer Alis (siglo l a. C) son típicas de franqueza con que se discutían estos asuntos: “En caso de que parieras, como es bien posible, un varón, déjalo vivir; pero si es una niña, exponla”. El resultado fue un gran desequilibrio cuantitativo entre hombres y mujeres que fue característico de Occidente hasta la Edad Media.
(Lloid de Mause ed., Hórt ihr die Zinder weinen, Francfort del Meno, Suhrkamp, 1977. Pág. 46)
El ejemplo nos muestra que lo que a nosotros se nos presenta como una crueldad y algo antinatural en la relación padres e hijos, en el pasado no era otra cosa que una forma de control de la natalidad.
En nuestro tiempo el amor y el afecto de los padres para sus hijos parece algo dado por la naturaleza y además se presentan como sentimientos uniformes y permanentes que perduran toda la vida. Esto contrasta con la antigüedad, donde los niños abandonados eran algo cotidiano, algo habitual. No había leyes contra el asesinato de niños. El asesinato de niños se consideraba natural. “El abandono y asesinato de párvulos en tiempos pasados no fueron en el fondo otra cosa que una forma cruel de control de natalidad.” (N. Elías)

 

Otro ejemplo interesante es reflexionar sobre la belleza.

Si pensamos en el modelo que buscó Goya para dibujar la maja desnuda, este no se condice con los ideales de belleza que tienen hoy las mujeres. Podemos ver que la idea de belleza femenina puede ser asociada en contextos sociales y económicos diferentes a la gordura o
a la delgadez.

La maja desnuda Goya. Siglo XVlll

Es decir, las clasificaciones de belleza aplicadas al cuerpo gordo-delgado; fuerte-débil; grande, pequeño, etc. son a la vez arbitrarias y fundadas específicamente en un orden social determinado.


Lo que intentamos demostrar con estos ejemplos históricos es simplemente lo relativo que puede ser la realidad de nuestra vida cotidiana. No existe una sola realidad ni tampoco es producto de la naturaleza. La realidad que vivimos es un producto de nosotros mismos y del contexto histórico que nos toca vivir.

 

Planolandia

Paul Watzlawick

Hay un pequeño libro, escrito hace ya casi un siglo, del que es autor el entonces director de la City of London School, reverendo Edwin A. Abbott. Aunque compuso más de cuarenta obras, todas ellas relacionadas con los temas de su especialidad, es decir, la literatura clásica y la religión, esta obrita, al parecer insignificante, titulada Flatland. A Romance in Many Dimensions [1] (Planolandia. Historia fantástica en varias dimensiones), es, por decirlo con la lapidaria observación de Newman [117], «su única protección contra el olvido total».

No puede negarse que Planolandia está escrito en un estilo más bien llano; pero aun así, se trata de un libro muy singular. Singular no sólo porque anticipa ciertos conocimientos de la moderna física teórica, sino sobre todo por su aguda intuición psicológica, que ni siquiera su prolijo estilo victoriano consigue apagar. Y no parece exagerado desear que esta obra (o una versión modernizada de la misma), se convirtiera en libro de lectura obligatoria para la enseñanza media. El lector comprenderá pronto por qué razón.

Planolandia es una narración puesta en boca del habitante de un mundo bidimensional, es decir, de una realidad que sólo tiene longitud y anchura, pero no altura. Es un mundo plano, como la superficie de una hoja de papel, habitado por líneas, triángulos, cuadrados, círculos, etc. Sus moradores pueden moverse libremente sobre (o, mejor decir, en) esta superficie, pero, al igual que las sombras, ni pueden ascender por encima ni descender por debajo de ella. No hace falta decir que ellos ignoran esta limitación, porque la idea de una tercera dimensión les resulta inimaginable.

El narrador de nuestra historia vive una experiencia totalmente conturbadora, precedida de un sueño singular. En este sueño, se ve trasladado de pronto a un mundo unidimensional, cuyos habitantes son puntos o rayas. Todos ellos se mueven hacia adelante o hacia atrás, pero siempre sobre una misma línea, a la que llaman su mundo. A los habitantes de Linelandia les resulta totalmente inconcebible la idea de moverse también a la derecha o a la izquierda, además de hacia adelante o hacia atrás. En vano intenta nuestro narrador, en su sueño, explicar a la raya más larga de Linelandia (su monarca) la realidad de Planolandia. El rey le toma por loco y ante tan obtusa tozudez nuestro héroe, acaba por perder la paciencia:

¿Para qué malgastar más palabras? Sábete que yo soy el complemento de tu incompleto yo. Tú eres una línea, yo soy una línea de líneas, llamada en mi país cuadrado. Y aun yo mismo, aunque infinitamente superior a ti, valgo poco comparado con los grandes nobles de Planolandia, de donde he venido con la esperanza de iluminar tu ignorancia [2].

Ante tan delirantes afirmaciones, el rey y todos sus súbditos, puntos y rayas, se arrojan sobre el cuadrado a quien, en este preciso instante, devuelve a la realidad de Planolandia el sonido de la campana que le llama al desayuno.

Pero aquel día le tenía aún reservada otra molesta experiencia:

El cuadrado enseña a su nieto, un hexágono, los fundamentos de la aritmética y su aplicación a la geometría. Le enseña que el número de pulgadas cuadradas de un cuadrado se obtiene sencillamente elevando a la segunda potencia el número de pulgadas de uno de los lados.

El pequeño hexágono reflexionó durante un largo momento y después dijo:

«También me has enseñado a elevar números a la tercera potencia. Supongo que 3 3 debe tener algún sentido geométrico; ¿Cuál es ?» «Nada, absolutamente nada», repliqué yo, «al menos en la geometría, porque la geometría sólo tiene dos dimensiones» Y luego enseñé al muchacho cómo un punto que se desplaza tres pulgadas genera una línea de tres pulgadas, lo que se puede expresar con el número 3; y si una línea de tres pulgadas se desplaza paralelamente a sí misma tres pulgadas, genera un cuadrado de tres pulgadas, lo que se expresa aritméticamente por 3 2.

Pero mi nieto volvió a su anterior objeción, pues me interrumpió exclamando: «Pero si un punto, al desplazarse tres pulgadas, genera una línea de tres pulgadas, que se representa por el número 3, y si una recta, al desplazarse paralelamente a sí misma, genera un cuadrado de tres pulgadas por lado, lo que se expresa por 3 2, entonces un cuadrado de tres pulgadas por lado que se mueve de alguna manera (que no acierto a comprender) paralelamente a sí mismo, generará algo (aunque no puedo imaginarme qué), y este resultado podrá expresarse por 3 3.»

«Vete a la cama», le dije, algo molesto por su interrupción.«Tendrías más sentido común si no dijeras cosas tan insensatas» [3].

Y así, el cuadrado, sin haber aprendido la lección de su precedente sueño, incurre en el mismo error de que había querido sacar al rey de Linelandia. Pero durante toda la tarde le sigue rondando en la cabeza la charlatanería de su nieto y al fin exclama en voz alta: «Este chico es un alcornoque. Lo aseguro; 3 3 no puede tener ninguna correspondencia en geometría.» Pero de pronto oye una voz: «El chico no tiene nada de alcornoque y es evidente que 3 3 tiene una correspondencia geométrica.» Es la voz de un extraño visitante, que afirma venir de Espaciolandia, de un mundo inimaginable, en el que las cosas tienen tres dimensiones. Y al igual que el cuadrado en su sueño anterior, el visitante se esfuerza por hacerle comprender la realidad tridimensional y la limitación de Planolandia comparada con esta realidad. Del mismo modo que el cuadrado se definió ante el rey de Linelandia como una línea compuesta de muchas líneas, también ahora este visitante se define como un círculo de círculos, que en su país de origen se llama espera. Pero naturalmente el cuadrado no puede comprenderlo, porque ve a su visitante como un círculo, aunque ciertamente dotado de muy extrañas e inexplicadas cualidades: aumenta y disminuye, se reduce a veces a un punto y hasta desaparece del todo. Con extremada paciencia le va explicando la esfera que todo esto no tiene nada de singular para él: es un número infinito de círculos, cuyo diámetro aumenta desde un punto a trece pulgadas, colocados unos encima de los otros para componer un todo. Si, por tanto, se desplaza a través de la realidad bidimensional de Planolandia, al principio es invisible para un habitante de este país, luego, apenas toca la superficie, aparece como un punto y al fin se transforma en un círculo de diámetro en constante aumento, para , a continuación, ir disminuyendo de diámetro hasta volver a desaparecer por completo (figura 14).

Esto explica también el sorprendente hecho de que la esfera pueda entrar en la casa del cuadrado aunque éste haya cerrado a ciencia y conciencia las puertas. Entra, naturalmente, por arriba. Pero el concepto de «arriba» le resulta tan extraño al cuadrado que no lo puede comprender y, en consecuencia, se niega a creerlo. Al fin, la esfera no ve ninguna otra solución más que tomar consigo al cuadrado y llevarlo a Espaciolandia: Vive así una experiencia que hoy calificaríamos de trascendental:

Un espanto indecible se apoderó de mí. Todo era oscuridad; luego, una vista terrible y mareante que nada tenía que ver con el ver; vi una línea que no era línea; un espacio que no lo era; yo era yo, pero tampoco era yo. Cuando pude recuperar el habla, grité con mortal angustia: «Esto es la locura o el infierno.» «No es ni lo uno ni lo otro.», me respondió con tranquila voz la esfera, «es saber; hay tres dimensiones; abre otra vez los ojos e intenta ver sosegadamente» [4].

A partir de este instante místico, los acontecimientos toman un rumbo tragicómico. Ebrio por la formidable experiencia de haber penetrado en una realidad totalmente nueva, el cuadrado desea explorar los misterios de mundos cada vez más elevados, de mundos de cuatro, cinco y seis dimensiones. Pero la esfera no quiere ni oír hablar de semejantes dislates: «No existe tal país. Ya la mera idea es totalmente impensable.» Pero como el cuadrado no ceja en sus deseos, la esfera, encolerizada, le devuelve a los estrechos límites de Planolandia.

En este punto, la moraleja de la historia cobra perfiles sumamente realistas. El cuadrado se siente llamado a la gloriosa y acuciante tarea de predicar en Planolandia el evangelio de las tres dimensiones. Pero cada vez le resulta más difícil despertar en sí el recuerdo de aquella realidad tridimensional que al principio tan clara e inolvidable le parecía; además, fue muy pronto encarcelado por el equivalente de la inquisición de Planolandia. Pero en vez de acabar sus días en la hoguera, es condenado a cadena perpetua y encerrado en una cárcel que Abott describe, con admirable intuición, como fiel contrapartida de ciertos establecimientos psiquiátricos de nuestros mismos días. Una vez al año, le visita en su celda el Círculo Supremo, es decir, el sumo sacerdote, para averiguar si mejora su estado de salud mental. Y cada año, el pobre cuadrado no puede resistir la tentación de intentar convencer al Círculo Supremo de que existe realmente una tercera dimensión. Pero el sacerdote menea la cabeza y desaparece hasta el año siguiente.

Lo que Planolandia presenta es simplemente la relatividad de la realidad. Y por esta razón sería deseable que los jóvenes hicieran de esta obra su libro de lectura. La historia de la humanidad enseña que apenas hay otra idea más asesina y despótica que el delirio de una realidad «real» (entendiendo, naturalmente, por tal, la de la propia opinión), con todas las terribles consecuencias que se derivan con implacable rigor lógico de este delirante punto de partida.

La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuestas, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás. Donde esta capacidad falta, nos entregaremos de nuevo, sin saberlo, al mundo del inquisidor general y viviremos la vida de rebaños, oscura e irresponsable, sólo de vez en cuando con la respiración aquejada por el humo acre de la hoguera de algún magnífico auto de fe o por el de las chimeneas de los hornos crematorios de algún campo de exterminio.

El texto de Paul Watzlawick retoma un escritode Edwin A. Abbott con ejemplos de la geometría nos permite entender lo relativo de la realidad que vivimos y la necesidad de ser tolerantes pero eso va a suceder cuando comprendamos que no hay una sola definición de la realidad .

 
 
 
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