Pensar
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Charles Wrigth Mills nació en Waco, Texas, en 1916
y murió en Nyack, Nueva York, en un accidente automovilístico
en 1962, a la temprana edad de 46 años. En su breve carrera
como sociólogo (se doctoró en la Universidad de
Wisconsin en Sociología y Antropología, en 1941)
escribió mucho y bien sobre la sociedad norteamericana
y sus problemas: El poder de los sindicatos (1948), Las clases
medias en Norteamérica (1951), Carácter y Estructura
social (1953, en colaboración con H. Gerth), La elite
del poder (1956), La imaginación sociológica (1959),
Escucha Yanki (1960) y Poder, política, pueblo (publicada
en 1963). |
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Su obra sigue siendo actual, muestra un camino posible a la ciencia social,
investigando los hechos contemporáneos que interesan a todos los
ciudadanos y tomando una postura crítica, independiente de los
grandes centros de poder.
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Según este autor, la sociología suele ser vista como un
campo donde únicamente se estudian las opiniones de los votantes
o las preferencias de los consumidores en el momento de comprar un detergente.
Obviamente no despreciamos estos estudios pero nos parece que se ha transformado
un águila en un mosquito. Existe una tradición de discusión,
de indagación en los grandes problemas contemporáneos que
es propia de la Sociología. Marx, Weber, Durkheim no son sólo
autores clásicos para estudiar en la universidad. |
Hoy en día los datos suministrados y la información dominan
por completo el ambiente social, pero no sólo de datos vive el
hombre. Es necesario que éste los asimile y en ese proceso despliega
grandes destrezas intelectuales, cualidades morales que le ayuden a usar
esa información y a desarrollar la razón para conseguir
recapitulaciones lúcidas de lo que ocurre en el mundo y lo que
le ocurre a sí mismo. Lo que la sociedad en general espera que
se produzca en este proceso es lo que la sociología da por llamar imaginación sociológica.
La imaginación sociológica permite a su
poseedor comprender el escenario histórico más amplio en
cuanto a su significado para la vida interior y para la trayectoria exterior
de diversidad de individuos.
Permite tener en cuenta cómo los individuos asimilan
una falsa posición social debido a las experiencias cotidianas
de las que forman parte, captando la historia y la biografía y
la relación de las mismas dentro del ámbito social al que
pertenece. Es esta su tarea principal.
La imaginación sociológica es la capacidad
de pasar de una perspectiva a otra: de las transformaciones más
impersonales y remotas a las características más íntimas
del yo humano.
- Es observar la biografía desde el contexto histórico en
el cual se enmarca, dado el condicionamiento que el ser humano sufre
a través de su entorno; es asimilar que nuestra vida se encuentra
en un espacio social que determinará (conciente e inconscientemente)
nuestras conductas.
- Es una cualidad mental que parece prometer de la manera más dramática
la comparación de nuestras propias realidades íntimas
en relación con las más amplias realidades sociales.
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Lo que caracteriza a la imaginación sociológica
es la capacidad de distinguir entre las inquietudes personales del medio y los problemas públicos de la estructura
social, hecho que es una característica indiscutible
de las ciencias sociales. |
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La diferencia reside en que una inquietud es un asunto privado, que
refiere a cuestionamientos con los valores propios del individuo que se
encuentran amenazados; y un problema es de características públicas,
el valor amenazado ya no afecta a un individuo sino a un grupo social,
puesto que el valor afectado surge y es adoptado por ese grupo. Por esta
razón, los problemas suelen devenir en crisis que afectan a las
instituciones, creando lo que los marxistas llaman contradicciones o ambivalencias.
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El
ejemplo más claro de cómo los problemas afectan a las instituciones
recae en la institución del matrimonio. Tanto el hombre como la
mujer pueden experimentar ciertas inquietudes durante el matrimonio, pero
si las estadísticas indican que un 25% de los matrimonios actuales
no superan los 4 años de casados, esto supone una crisis dentro
de la institución, probablemente por no contar con una estructura
firme y que afecta no sólo al matrimonio sino a instituciones ancestrales
como la familia. |
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En términos sociológicos, los valores que se ven afectados
tanto en un proceso problemático como en una situación de
inquietud, son valores que pueden tanto agradar o no a un individuo. Es
en este punto donde la imaginación sociológica construye
cinco conceptos básicos que definirán el sentimiento del
ser humano ante una inquietud o un problema. Existen en los individuos
valores que cuentan con mayor o menor rango dentro de una escala.
Si el individuo sintiera que sus valores más apreciados no están
amenazados, experimentaría la sensación de bienestar, si
estos valores, tan apreciados, se ven amenazados, la situación
le generaría pánico. Si el individuo no sintiera afecto
alguno sobre sus valores, y tampoco advirtiera una amenaza sobre ellos,
es lo que la sociología denomina como sentimiento de indiferencia,
que al extenderse hacia el resto de los valores se convierte en apatía.
Por ultimo, cuando una persona no estima ningún valor, pero presiente
una amenaza aguda sobre ellos el sentimiento se convierte en malestar.
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Por
ejemplo, es posible señalar que la Argentina hoy por hoy enfrenta
un problema de malestar y de apatía .Este sentimiento de malestar
(que deviene directamente de las inquietudes personales) y la apatía
(generada particularmente por los problemas sociales) que se viven, distingue
a las sociedades contemporáneas, y el sociólogo encuentra
como tarea, poder reconocer aquellos elementos que contribuyen al aumento
de estos sentimientos. |
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A partir de la lectura del siguiente texto:
- Realice un análisis del siguiente relato utilizando el material
de la Unidad 1.
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Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)
Sólo vine a hablar por teléfono
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba lejos.
—No importa— dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
—Están dormidas— murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
—¿Dónde estamos?— le pregunto María.
—Hemos llegado— contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron en la puerta del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio y la devolviera en la portería.
—¿Habrá un teléfono?— le preguntó María.
—Por supuesto— dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado.”En el camino se secan” le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó:”Buena suerte”. El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso:”¡Alto, he dicho!”. María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:
—Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final, entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
—Es que sólo vine a hablar por teléfono— le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
—¿Cómo te llamas?— le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
—Es que sólo vine a hablar por teléfono— dijo María.
—De acuerdo, maja –le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad, estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio el sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
—Por el amos de Dios— dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces, el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
—Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras— le dijo el médico, con una voz adormecedora— No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. “Todavía no, reina”, le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. “Todo se hará a su tiempo”. Le hizo después una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
—Confía en mí— le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto departamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Restaba tan contraído que se olvidó de darle comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irredimible, pero el tacto u la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esa comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así es que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años de amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. “Hay amores cortos y amores largos”, le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: “Este fue corto”. Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin concesiones. “¿Y ahora hasta cuándo”?, le preguntó él. Ella le contest´con un verso de Vinicius de Moraes:”El amor es eterno mientras dura”. Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán bario de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a la casa para preguntar por María. “No sé nada” dijo Saturno. “Búsquenla en Zaragoza”. Colgó. Una semana después un policía de civil fue a la casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar en que María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Fliorida en Cadaqués, adonde Rosa Regás lo había invitado a navegar a vela. Estábamos en el Maritím, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hiero donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quien, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de pijama callejero de algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de la Barcloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró un nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quien eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de una familia de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. “El señorito se ha ido”, le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
—Aquí no vive ninguna María— le dijo la mujer –el señorito es soltero.
—Ya lo sé –le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
—¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por la guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad en las noches. Muchas recusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con vos suficiente para que oyera su vecina de cama:
—¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
—En los profundos infiernos.
—Dicen que esta es tierra de moros—dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena de las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. “Tendrás todo”, le decía, trémula. “Serás la reina”. Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó ala cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la ,mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
—Hija de puta— gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada, y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
—Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos—
—Maricón— dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
—¿Bueno?
Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
—Conejo, vida mía –suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y la voz, enardecida por los celos escupió la palabra:
—¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobro rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataron de someterla, son lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevare un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
—Si alguna vez sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía de dónde llegó, n cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
—Me lo informó la compañía de seguros del coche— dijo.
El director se sintió complacido. “No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo”, dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
—Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicara. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
—Es raro –dijo Saturno— Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. “Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan”, dijo. “Con todo, es una suerte que haya caído aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura”. Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
—Sígale la corriente— dijo.
—Tranquilo, doctor— dijo Saturno con un aire alegre— Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
—¿Cómo te sientes?— le preguntó él.
—Feliz de que al fin hayas venido, conejo –dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
—Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro –dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.
—Ahora todo eso pasó— dijo él acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara – Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los pronósticos del médico. “En síntesis”, concluyó, “aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo”. María entendió la verdad.
—¡Por Dios, conejo! –dijo atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca!.
—¡Cómo se te ocurre! –dijo él, tratando de reír— Lo que pasa es que sería mucho mas conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
—¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono!— dijo María.
El no supo como reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Esta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
—¡Váyase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran Leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró con la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir al marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
—Es una reacción típica— lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible por que le recibiera un carta, pero fue inútil.
Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había acabado el dinero que saturno le dejó para darle de comer.
Abril 1978
Miguel Ángel Ferraro- Sofía Saulesleja: Análisis de “Solo vine a hablar por teléfono”
María era (hasta el día en que su auto se averió) una mujer con cierta identidad, determinados hábitos, su vida cotidiana era la de una persona con familia, casada, con una realidad subjetiva acorde a sus relaciones con ellos y con el resto de la sociedad. El matrimonio es un ejemplo de unión civil institucionalizada , es decir que las acciones de los actores (María y Saturno) son tipificadas recíprocamente. Esta es también una relación cara a cara, es decir del círculo íntimo.
Hasta que “por equivocación”, la internaron en un hospital psiquiátrico, y el mantenimiento de su realidad subjetiva entró en crisis, sufrió un gran cuestionamiento ya que mantenía un diálogo con personas que no conocía y que la trataban como algo que ella sabía que no era, la tipificaban de “loca”. En cuanto a su identidad, allí no existía una dialéctica entre la auto-identificación y la de los otros.
El tipo de mantenimiento de realidad subjetiva de rutina (horarios, reglas, etc.), eran los que lleva un enfermo mental en su vida cotidiana.
En el hospital hay ciertas acciones institucionalizadas y legitimadas, se pueden observar distintos niveles de legitimación.
El primer nivel se observa en las imposiciones que le hacen, principalmente “Herculina”, tipificada como una bruta guardiana lesbiana: no puede hablar por teléfono porque ellos así lo disponen.
En la justificación científica de la locura de María encontramos el tercer nivel de legitimación: el doctor le explica a Saturno con basamentos de la medicina porqué su mujer está y tiene que permanecer internada.
También encontramos un nivel más alto de legitimación que organiza la identidad y las relaciones de la vida cotidiana, que integra los niveles ya mencionados. Este es el Universo Simbólico, y para el mantenimiento del mismo, para impedir que se desvíe, la forma de terapia es no dejarla salir del lugar, y que cumpla las normas por ejemplo.
Aunque los dos primeros meses “no se adaptó” a esa vida , “fue incorporándose a la vida del claustro, integrándose a la comunidad”. Es decir, la rutina, los hábitos, la identificación que los otros tienen de ella, fueron produciendo una ruptura en la socialización de María: su realidad subjetiva sufrió una modificación, se desintegró. Se puede decir que hubo Alternación, que María se desafilió de su mundo anterior y de la estructura de plausibilidad que lo sustentaba. Hubo una reorganización del aparato conversacional, los interlocutores cambiaron: en el hospital los médicos, las guardianas, las enfermas formaron parte de un nuevo diálogo. Además, se complementa con el hecho de que el marido, un “otro significante”, la reconozca como loca después de que el médico se lo afirmara: dejó a su mujer internada, por lo legítima que es la palabra del doctor, es quien posee el verdadero discurso científico. Este último además, pasó a ser un “otro significante” en la vida de María, fundamental en el aparato legitimador en la modificación de su realidad subjetiva. |
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A partir de la lectura del siguiente texto:
- Realice un análisis del siguiente relato utilizando el material
de la Unidad 1.
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Manual de Zonceras Criollas
Arturo Jauretche(*)
B) Zonceras sobre la población (O de la autodenigración)
"La tesis de la debilidad o inmadurez de las Américas -dice Gerbi- nace con Buffon a mediados del siglo XVIII". Es el traslado a los animales y al hombre de la idea de la inferioridad geográfica que acabamos de ver en la zoncera "la nieve contiene mucha cultura". "Uno de los descubrimientos más importantes de Buffon, y uno de los más lo enorgullecían es éste: que son diversas las especies de animales del mundo antiguo y de la América Meridional. Diversas y, en muchos casos, inferiores, o más débiles las del mundo nuevo". Así recuerda Gerbi que para Buffon el león, el rey de los animales del viejo mundo en su versión sudamericana carece de melena y además "es mucho más pequeño, más débil y más cobarde que el verdadero león". Agrega Gerbi que la intuición surgida de confrontar el puma con el león se extiende fulminantemente a toda serie de los grandes mamíferos.1
Así compara el elefante con el tapir y éste le resulta un paquidermo de bolsillo. No se puede comparar la alpaca y la llama con el camello. Como muy bien dice Gerbi, Buffon hace desfilar los animales como si bajaran uno tras otro del Arca de Noé. "Una primera conclusión se impone: la naturaleza viva es aquí mucho menos activa, mucho menos variada, y hasta podemos decir que mucho menos fuerte".2
La segunda conclusión viene enseguida y es que los animales domésticos llevados por los europeos a América corren la misma suerte que los animales salvajes. Dice Gerbi citando a Buffon:
"Los caballos, los asnos, los bueyes, las cabras, los cerdos, los perros, todos estos animales se han hecho allí más pequeños; y... aquellos que no se transportaron, sino que fueron allá por sí mismos -(seguramente del Arca de Noé previa estadía en el viejo continente)-, como los lobos, las zorras, los ciervos, los corzos, los alces, son asimismo notablemente más pequeños en América que en Europa, y esto sin ninguna excepción" (Buffon, Oeuvres Completes, vol. XV, pág. 444)
En conclusión, la naturaleza sudamericana es hostil al desarrollo de los animales. Y en seguida del criterio geográfico viene el criterio genético. Así Buffon descubre que la naturaleza del nuevo mundo es opuesta al desarrollo de los grandes gérmenes. Y aquí ya no se trata de los animales en general sino del hombre en particular. Nos dice: "El salvaje es débil y pequeño por los órganos de la generación; no tiene pelo ni barba, ningún ardor para con su hembra..." (Oeuvres Completes, tomo XV, págs. 443-446).
Sirva saber que la tesis despectiva de nuestra América y su hombre, tenía el respaldo eurocéntrico de la ciencia para comprender en cierta manera esta autodenigración que caracterizó la "intelligentzia" en los primeros pasos del país y aun en el período en que el eurocentrismo se afirmó en todos los terrenos durante el siglo XIX. La deformación producida por el esquema de civilización y barbarie, explica en gran parte una actitud de pajuerano deslumbrado por las luces del centro y hace inteligible el descastamiento despectivo del propio origen, de la propia cultura y de las propias posibilidades. Pero lo que fue un error en el mejor de los casos, al que se sumaba la "leyenda negra", ahora es un crimen deliberado y consciente que se continúa practicando masivamente por la "intelligentzia" a través de todos los instrumentos de información y cultura. Así se opuso el inmigrante al nativo, como se habían opuesto civilización y barbarie. Si el país venció haciendo suyo al descendiente del inmigrante, fue venciendo a la "intelligentzia" que buscó el proceso inverso. Iremos viendo algunos aspectos de la autodenigración.
1 El lector que quiera informarse detenidamente de los increíbles disparates respaldados por el prestigio de los más calificados intelectuales del siglo XVIII y XIX encontrará en el libro de Antonello Gerbi La disputa de del Nuevo Mundo: historia de una polémica, 1750-1900, F.C.E.. México, 1960, la más detallada y humorística documentación. Verá allí a Buffon mezclarse con Hegel; a Montesquieu con Voltaire; a Reynal con Tomás Moro en sus afirmaciones eurocéntricas disminuyentes para la calidad y la posibilidad del hombre americano.
2 En el número del 9 de julio de 1968 de la revista "Azul y Blanco", publica Manuel Abal Medina la notita que se transcribe: "A fines del siglo XVIII y durante buena parte del XIX cobró difusión una antojadiza teoría acerca de los efectos que la geografía, el clima y los demás elementos naturales sudamericanos tienen sobre los seres vivos. Según la tesis, las plantas, los animales y hasta los hombres sufren en estas tierras un proceso de involución que los convierte en especies menores, en versiones degeneradas de los originales.
"Treinta días atrás llegó a Buenos Aires John Walter Pearson, un famoso cazador norteamericano, ganador de numerosos trofeos y considerado como uno de los mejores tiradores de su país. Traía consigo una decena de rifles de las mejores marcas europeas que mostró, orgulloso, a los periodistas de un diario uruguayo que lo reportearon en su hotel. 'Vengo más en plan de turismo que para cazar -les dijo- porque no hay en estos países más que especies menores, casi inofensivas'. Interrogado acerca de qué zonas recorrería dijo que pensaba visitar el noroeste argentino y, si le quedaba tiempo, cazaría unos 'gatos'. 'Por supuesto -agregó- que no se necesitan estas armas para cazarlos. Con ésta, que es mi preferida -dijo empuñando un rifle de grandes dimensiones y complicado mecanismo de mira-, he matado más de veinte leones en el África'.
"Partió hacia el norte poco después. En Salta contrató dos baqueanos para que lo acompañaran a cazar unos pumas. Dos días más tarde regresaron sus dos compañeros y contaron lo sucedido. Pearson, desoyendo sus consejos, se había internado en el monte por la noche; quería encontrar un puma. A la mañana siguiente salieron a buscarlo; encontraron su cuerpo destrozado a zarpazos a pocos metros. Apretaba todavía en una mano su rifle preferido, no había alcanzado a disparar ni un tiro.
"Moraleja: ¡Cuidado con las 'especies menores'!"
Miguel Ángel Ferraro- Sofía Saulesleja: Análisis de “Zonceras sobre la población (O de la autodenigración)
Soy conciente de mi pertenencia a esta sociedad, y de mi plena subjetividad, y me propongo reflexionar acerca de los hechos históricos que tanto influyeron e influyen en la biografía de los argentinos. Porque la autodenigración es un problema de la sociedad toda, y es necesario comprender como fue gestándose para luego trabajar en su solución.
¿Es de extrañar que gran parte de los argentinos sienta un voraz deslumbramiento por la cultura europea, y cierto desprecio hacia las raíces americanas? ¿Y que la gente del campo se sienta inferior a la de la ciudad?
Ni la vida de un individuo ni la historia de una sociedad pueden entenderse sin entender ambas cosas.
Necesitamos la cualidad mental que nos ayude a recapitular lo que ocurre y ocurrió en el mundo y lo que está sucediendo adentro nuestro. La imaginación sociológica es esta cualidad que nos permitirá relacionar los hechos ocurridos durante la historia argentina con nuestra biografía.
En el texto de Arturo Jauretche, nos encontramos con una tesis de Buffon, quien se refiere a la inferioridad de la naturaleza americana, (especialmente de la fauna) pero se sobreentiende la intención de desprestigiar a la raza humana.
No es “natural” que sea un francés de mediados del siglo XVIII quien realice comparaciones entre la naturaleza americana y la europea. Y que afirme con plena seguridad que son más “débiles las del nuevo mundo”. Todo lo que Buffon considera normal, está pautado por la sociedad que él conformaba.
Pareciera ser que las células de la debilidad estuvieran plasmadas en los individuos de este continente. Obviando las razones que este hombre tendrá para afirmarlo, sería útil recordar que existe una dialéctica entre la naturaleza y la sociedad, es decir, que la situación histórica social limita al organismo. Se podría decir que Buffon parte desde como “ciertos factores biológicos” limitan la vida americana. Pero olvida que la sociedad determina cuánto tiempo y de que manera vivirá el organismo individual, y esto puede programarse institucionalmente en la operación de controles sociales. Y un ejemplo de esto es la masacre de los europeos sobre los primeros habitantes del llamado “nuevo mundo”.
Con esto me refiero a que si Buffon hubiera hablado de que “el organismo es más débil ya que no alcanza la longevidad de los europeos”, habría que recordarle que en la esperanza de vida de Sudamérica mucho influyen las acciones realizadas por el “viejo mundo”.
En esa época la creencia de América como continente inferior estaba institucionalizada, y se la desprestigiaba mediante la ciencia.
Lo que Buffon intenta es, mediante una teoría pura en la que compara “la verdadera” con una subnaturaleza, legitimar el eurocentrismo.
Pero esta historia se remonta allá por 1492. Antes del 12 de octubre, los habitantes de este continente tenían su forma de construir la sociedad. Es decir, externalizaban y objetivaban el mundo social, y este se volvía a proyectar en su conciencia durante la socialización. Tenían sus procesos particulares de institucionalización y legitimación. Todo integrado a un Universo Simbólico, fuertemente arraigado a la naturaleza, a la tierra. Y sus idiomas particulares, su lenguaje mediante el que objetivaban su mundo,
Pero los europeos también tenían su Universo Simbólico. Y gran parte del genocidio aborigen fue justificado por un cristianismo que optó por aniquilar los Universos Simbólicos de los americanos. (además de aniquilarlos con armas)
Es decir, como mecanismo de mantenimiento de su Universo, atribuyeron características negativas al de los americanos, lo descalificaron. Durante las conquistas españolas llegaron a concebir que eran inhumanos y en otros casos sin alma. Para “salvarlos del infierno” hubo que evangelizarlos, y para quitarles su libertad y sus bienes, se los despojó de los símbolos de identidad, su religión, lenguaje…
Y si por 1500 “se usó el Dios cristiano como coartada para el saqueo” como diría Galeano, en la época de Buffon (siglo XVIII) se prefirió el respaldo de las “luces de la razón”. Y este intelectual, considerado uno de los sabios más ilustres de su época, utiliza una tesis, es decir, teoría pura, para legitimar la inferioridad americana. “La naturaleza es aquí mucho menos fuerte” y afirma los “efectos que elementos naturales sudamericanos tienen sobre los seres vivos”, Según esta tesis, las plantas, animales y hombres sufren un proceso de involución que los convertiría en especies menores. Es esta una teoría explícita por la que un sector institucional se legitima en términos de un cuerpo de conocimiento diferenciado.
El orden que brindaba la religión se había dejado atrás, y esto producía cierta nostalgia.
En el siglo XIX surge como respuesta conservadora a la crisis que provocaba la necesidad de orden social, la idea del estudio de la sociedad con el mismo método que para la naturaleza. Si a esta se la podía predecir y controlar, a la sociedad también.
Herbert Spencer se vinculó a este positivismo y lo aplicó a la sociología. El se basó en la teoría de Darwin, quien propuso que el limitado espacio disponible y la escasez de alimentos hacen que se entable entre los seres vivos una competencia, una lucha por la vida en la que triunfan los más aptos.
Spencer tomó el principio de supervivencia de los más aptos y lo trasladó al campo social para justificar la conquista de un pueblo por otro. Señalaba que la sociología debía demostrar que los hombres no debían intervenir en el proceso natural de las sociedades.
Y este proceso “natural” implicó el agravamiento de las desigualdades. Por un lado los ilustrados, los más aptos. El resto, los de menor posibilidad de supervivencia. En Argentina las ideas de los ilustrados fueron llegando, por ejemplo de la mano del que hoy consideramos ”el padre del aula”. Domingo Faustino Sarmiento, ese que en nuestra socialización secundaria lo estudiamos como prócer, fue partidario de la “Lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena”. Estableció las diferencias entre los argentinos, ”civilizados o ignorantes”.
Y así fue institucionalizándose que lo proveniente de Europa era cultura, inteligencia. En cambio los indios y los gauchos fueron tipificados como ignorantes, brutos.
Todas estas ideas quedaron legitimadas en el “Facundo”:
“El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión; el desierto la rodea por todas partes, el despoblado sin una habitación humana”(…) Parece que en ese entonces ser indio no era ser persona. Al tocar el tema de la inteligencia, se consideraba al hombre de campo sin facultades para poseerla.
(...)“El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí está el progreso (…) El hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano(…) todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado por allí(…) El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en las tribus árabe o tártara, es aquí , no solo descuidada, sino imposible(…)
La vida del campo ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia (…) es feliz en medio de su pobreza (…) “
“Para que mi provincia haya podido producir en una época dada tantos hombres eminentes e ilustrados, es necesario que las luces hayan estado difundidas sobre un número mayor de individuos (…) ¿Cuál no debería ser el acrecentamiento de las luces, riqueza y población que hoy día debería notarse, si un espantoso retroceso a la barbarie no hubiese impedido a aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento?”(...)
“Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces para realizar un trabajo duro y seguido”
El mundo institucional es transmitido por los padres en el proceso de socialización. Las definiciones que estos (los otros significantes) hacen de la situación del individuo le son presentadas a este como realidad objetiva. Imaginemos un niño ”civilizado”, nacido en territorio argentino en esa época. Su madre, con toda la carga afectiva necesaria le enseñará como ser, lo habituará, lo conducirá a su “frustración biológica”, moldeará su identidad.
Este niño luego irá a la escuela para encaminar su socialización secundaria, y allí aprenderá acerca de las “maravillas” europeas y las “salvajadas” de los bárbaros. Entonces estos niños serán considerados “socializados exitosamente”, ya que serán lo que se supone que sean. Y aprenderán que eso es lo correcto, que deben actuar y ser de cierta forma ya que son “civilizados”.
Pero aquellos que provengan del noroeste por ejemplo, y no hablen castellano sino Quechua tendrán una socialización deficiente. Serán estigmatizados, es decir habrá una asimetría entre la realidad objetiva y la subjetiva. Serán “barbarie”, y esto implica ser ignorante, bruto, sucio, vago, salvaje y una interminable lista de adjetivos aberrantes.
En la Argentina la mayoría de los niños comenzaron a asistir a la escuela con un trasfondo de ideas de este tipo. ¿Podemos hablar de la educación como medio para conseguir la igualdad? ¿O esta tiende a expresar y reafirmar desigualdades ya existentes?
Muchos estudios se han hecho referidos a este tema, por ejemplo el de Coleman, demuestra que las principales influencias sobre el rendimiento escolar, son la familia y el estrato social. Y Bernstein plantea que el capital cultural transmitido por los padres por medio del lenguaje durante el proceso de socialización influye en el rendimiento escolar de sus hijos. aporta con las teorías de la escolarización, en donde propone la existencia de códigos lingüísticos según el extracto social de los niños. Los niños de “clase trabajadora” tendrían un “código restringido”, con un discurso orientado a normas de grupo sin un “porqué”.
Los niños de “clase media”, en cambio, tendrían un “código elaborado”, con más razones y explicaciones.
Aquellos que poseen un código elaborado serían más capaces para abordar las exigencias de la educación académica formal. el código restringido no es inferior, sino que choca con la cultura de la escuela.
Esto se puede trasladar a los niños nacidos en clase tipificada como “civilizada”, y a niños de clase tipificada como “barbarie”. Fueron muchos (y aún lo son) los problemas de alfabetización, por esas diferencias entre lo que los niños aprendían en la socialización primaria en su hogar, y la secundaria.
Evidentemente todo lo considerado “barbarie”, chocó con la cultura de la escuela.
Una escuela con la mirada puesta en Europa, en donde se enseñó a estigmatizar a los de culturas diferentes como brutos ignorantes, fue la base de la socialización secundaria de este país. Y no solo una escuela, sino una sociedad en su totalidad. ¿Por qué hoy un porteño se siente más identificado con un francés que con un boliviano? ¿Porqué el adjetivo “boliviano”para muchos es sinónimo de suciedad, ignorancia o vagancia, mientras que “europeo” se asocia con educación, prestigio, inteligencia?
¿Por qué se asocia a la ciudad con inteligencia y al campo con la ignorancia?
No es “natural” este desprestigio del propio origen, de la propia cultura. Aquí no se trata de un deslumbramiento natural por las “luces del centro”. Algunos de los motivos son los analizados anteriormente. |
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(*)Ensayista, escritor y político argentino nació en Lincoln, provincia de Buenos Aires en 1901-1974). Jauretche militó en su juventud en el Partido Conservador para luego enrolarse en las filas yrigoyenistas. En 1930 fue protagonista de la lucha callejera contra los gobiernos de los generales José Félix Uriburu y luego de Agustín P. Justo y participó en actividades de riesgo especialmente en los combates de San Joaquín y Paso de los Libres, Corrientes, el 29 de diciembre de 1933 donde fue tomado prisionero luego de este último levantamiento radical. En las luchas internas del radicalismo dirigió los grupos "Continuidad Jurídica" y "Legalista" que se oponían a la dirección de Marcelo Torcuato de Alvear.
Fue inspirador y motor del movimiento denominado FORJA, en el que juntamente con Raúl Scalabrini Ortiz, Gabriel del Mazo y Luis Dellepiane, enfrentó a la conducción oficial partidaria dominada por el "alvearismo". Hábil polemista, su obra y su pensamiento tuvieron gran influencia en amplios sectores del nacionalismo democrático. Posteriormente, con el surgimiento del peronismo, Jauretche adhirió a los principios del recién nacido movimiento justicialista. Desde 1946 hasta 1951 fue presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires y, al producirse la Revolución de 1955, volvió a la lucha política "en defensa de los diez años de gobierno popular". Especialista en temas políticos, sociales y económicos, Jauretche fue el mentor de obras como "El Plan Prebisch"," Prosas de hacha y tiza ",Los profetas del odio", "El paso de los libres", "FORJA y la década infame", "El medio pelo en la sociedad argentina" y el "Manual de zonceras argentinas", entre otras obras. Divulgador de originales ideas que guiaron al movimiento popular, Jauretche murió en Buenos Aires el 25 de mayo de 1974, cuando tenía 73 años. |