El procesamiento de la otredad


La figura del extraño es recurrente a lo largo de la historia, porque extraño es el “otro”. Todas las culturas deben enfrentar semejante definición.


El extraño es una construcción social generada desde el grupo de pertenencia, donde la conciencia del nosotros delimita una frontera: dentro están los miembros adscritos al grupo; fuera, todos aquellos que no pertenecen al grupo referencial y son definidos como los “otros”.


Estas dos actitudes opuestas son inseparables: no puede haber sentido de “pertenencia” sin sentido de “exclusión”, y viceversa.

Como afirma Bauman(21): “Las palabras “nosotros” y “ellos” sólo pueden ser entendidas juntas, en su conflicto. Entiendo mi pertenencia como “nosotros” sólo porque pienso en otro grupo como “ellos”. Los dos grupos opuestos se sedimentan, por así decir, en mi mapa del mundo en los dos polos de una relacion antagónica, y es este antagonismo el que hace que los grupos sean para mí “reales”, y es también ese antagonismo el que hace verosímil la unidad y la coherencia internas que yo imagino que poseen”.

La definicion social del extraño es producto de la historia grupal. Es el grupo quien define atributos, quien nombra quienes somos “nosotros” y quienes no.

La idea del extraño está fundada siempre en la existencia de atributos juzgados como diferentes. La diferencia puede proceder de estigmas que se adjudiquen a grupos o individuo; del desconocimiento del otro, por miedo, inseguridad, etc. Cualquier diferencia ha sido, casi siempre, motivo suficiente para atribuirle distinciones poco favorables a los “otros”.




En las sociedades tradicionales, el individuo diferente es aquel que no vive en “mi” aldea o ciudad. En dichas sociedades, la tradición produjo comunidades fundadas sobre el miedo y la dependencia, lo cual creaba el vínculo de unidad comunitaria y permitía fabricar explicaciones acerca de los males que acechaban a la tradición. Los individuos, en estos casos, necesitan definir al Otro como enemigo y como lo necesitan crean semejante figura, produciendo estereotipos que justifiquen el trato “al enemigo”.

Podría decirse, que si no hubiera un grupo adversario habría que inventarlo, en beneficio de la coherencia e integración del grupo que debe postular un enemigo para fijar y defender sus propios límites y para asegurar la lealtad y la cooperación internas.

A partir del siglo XIX, con el afianzamiento de la Modernidad y la creación de la razón de Estado, se creó un marco de referencia más seguro y, por lo tanto, se necesitaron nuevas formas de legitimar las diferencias.

La construcción del grupo nacional fue la forma que adoptó la idea de “nosotros”. Cambia la figura del extraño. Su figura va reduciéndose y especializándose para todos aquellos que no forman parte de la comunidad nacional. El connacional ya no se define como extraño, sino como diferente. El círculo del grupo nacional permite al diferente y el extraño es una referencia para nombrar a los que están fuera de la frontera y no son de “mi” comunidad nacional.

Semejantes atributos encontrarán en la ciudad “su” espacio natural. Me refiero a la ciudad moderna, esa que empieza a tener -desde mediados del siglo XIX- algunas características que hoy las distinguen.

Los intelectuales de la época describen con preocupación las transformaciones de las grandes urbes europeas, sitios donde la figura del extraño es cada vez más frecuente y ya no es posible tener certezas acerca de quién es el Otro.

No está demás destacar que el contacto con la “diferencia” era extremadamente infrecuente en otros momentos de la historia, cuando la figura del viaje estaba reservada a los aventureros o a las empresas militares.

Con el advenimiento de la ciudad moderna, este será el escenario donde –con mayor frecuencia- se pondrá en acto la diferencia. Y el exiliado, el forastero y el inmigrante se transformarán en los tipos emblemáticos de las urbes modernas.

Precisamente, una de las patologías de la cultura contemporánea -que persistentemente ocupan la primera plana de los diarios, en especial por hechos que ocurren en el llamado “primer mundo”- es el fenómeno de rechazo o discriminación de aquellos que se visualizan como diferentes.

La “diferencia” de la que nos ocuparemos es la vinculada con la discriminación dirigida hacia sectores de la población que llevan en el cuerpo las marcas de su origen indígena o mestizo, provenientes de la inmigración de las provincias o de países limítrofes, y sobre los que operan designaciones despectivas como:

  • “villeros”, “negros”, “cabecitas”, “bolitas”, “paraguas”, etc.

Y el escenario donde situaremos el análisis será una gran metrópoli: la ciudad de Buenos Aires.

En un contexto de profunda crisis: el desempleo, la pobreza, la exclusión o la violencia suelen tener mayor importancia en los imaginarios sociales como representación de los problemas que angustian a la sociedad.

Entonces, cuestiones como la discriminación social parecieran ocupar un segundo plano, pues no se advierte que los procesos de discriminación y negativización del Otro son inseparables de los mecanismos estructurales que condenan –casi a la mitad de la población- a vivir en situaciones de pobreza y marginalidad.

Como expresa Margulis(22): “La pobreza supone exclusión y no sólo de bienes económicos, también de bienes simbólicos valorados. Muchas de las formas de exclusión social están relacionadas con la pobreza y contribuyen a consolidarla. Por ejemplo, formas de discriminación social que afectan a los más pobres. Ser “villero” implica no sólo tener que soportar la carencia de servicios, vivienda precaria, incomodidades y peligros, también supone ser objeto de sospecha, ocupar un bajo lugar en la escala de prestigio social, ser discriminado y segregado”.

Las diferencias mencionadas encuentran en la ciudad un escenario ideal para su análisis, pues en ella se expresan con claridad las contradicciones y los fenómenos discriminatorios que muchas veces están encubiertos socialmente.

La ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, es mayoritariamente blanca, europea, pero cientos de miles de personas cuyos rasgos y color de piel revelan su ascendencia mestiza llegan diariamente del Gran Buenos Aires.

Ese encuentro es posible advertirlo en las estaciones de trenes u ómnibus, donde la “diferencia” es rápidamente fagocitada por la ciudad.

En esas zonas de intercambio parece que asoma “otro” país, un país cuyo rostro no forma parte de las imágenes que difunde el aparato publicitario pues la ciudad tiene mecanismos muy sutiles para mantener barreras espaciales entre los sectores sociales. Existen en la ciudad –como destaca Mario Margulis- muchas formas de rechazo poco evidentes que organizan los itinerarios urbanos, delimitando territorios, estableciendo formas solapadas de permisividad o exclusión.

Los espacios urbanos emiten mensajes, contienen prescripciones, posibilidades de orden interactivo que son inteligibles para quienes saben comprenderlo. Por ejemplo, los mecanismos de vigilancia y control que se extienden hoy sobre las más diversas actividades urbanas (comercio, ocio, las privatizaciones de los espacios públicos) y las restricciones en los horarios de los transportes públicos que dificultan la permanencia de la ciudad fuera de los horarios diurnos, son sólo algunos mecanismos, ciertos dispositivos que desalientan la permanencia en la ciudad de Buenos Aires a gran cantidad de personas: los más pobres, aquellos que no son tan blancos.

 

21 - Bauman, Z (1994) Pensando sociológicamente. Buenos Aires: Edición Nueva Visión, pag. 45.

22 - Margulis, M. (1999) “La racialización de las relaciones de clase”. En Margulis, M. (editor) La segregación negada. Cultura y discriminación social. Buenos Aires: Editorial Biblos.

 
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