2.3 El empate hegemónico




Hemos considerado la contradicción principal en la Argentina de hoy como aquella que enfrenta al proletariado con el capital monopolista. Pero, especificando una definición política de la etapa actual, agregamos ahora que las líneas generales del proceso desde 1955 se encuadran dentro de lo que llamaríamos fase de no correspondencia entre nueva dominación económica y nueva hegemonía política.


Con esta definición nos ubicamos en el plano en que ya se articulan los niveles económico y político: el de la determinación del aspecto principal de la contradicción. El supuesto es que dicho aspecto está desempeñado en la coyuntura argentina por el conjunto de las clases dominantes y por las fuerzas sociales que las representan, las cuales, aunque con dificultades para resolver dentro de su bloque el problema de la hegemonía, se hallan en una etapa de ofensiva en la que por momentos aparecen -como resultado de las presiones de las clases dominadas y de las contradicciones que operan en el interior del bloque dominante- situaciones de equilibrio de fuerzas, que, como en el presente pueden dar lugar a un repliegue político del capital monopolista.

Todo este período en el que la iniciativa política puede encuadrarse dentro de los intentos de la fracción monopolista del capitalismo por transformar su predominio económico en hegemonía, se resume en los siguientes rasgos característicos:

Situación de ofensiva general de las clases dominantes.


Fragmentaciones en el interior de ese bloque como resultado de la aparición de contradicciones de tipo secundario entre las clases y fracciones que lo integran;


Proyección de esas fragmentaciones en el plano político (lucha por la hegemonía) a través de la aparición de proyectos alternativos y de división y reparto de control sobre distintos aparatos sociales (Fuerzas Armadas, partidos políticos, burocracia sindical, etc.).


Situación de "empate hegemónico" -que en los momentos críticos asume formas de "vacancia hegemónica"- en el interior del bloque, aunque a la larga el proceso opere en favor de la fracción económicamente dominante -el capital monopolista- a un costo mayor que el esperado.

Esta descripción de los rasgos más característicos de la etapa está concebida a partir de las clases dominantes, porque su ofensiva marca el aspecto principal de la contradicción. Parecería, por lo tanto, que las clases dominadas no tienen ninguna presencia política y no ejercen, correlativamente, ninguna influencia en los desplazamientos que se operan en el poder, en la incapacidad que manifiesta el sector predominante para transformarse en hegemónico.

La situación, por supuesto, no es ésta, ni teórica ni empíricamente. Todo análisis de coyuntura es análisis de una relación entre fuerzas dominantes y dominadas, en que el movimiento de unas supone el desplazamiento de otras. Por ello, si una etapa puede ser leída analíticamente desde dos ópticas, en la perspectiva de las clases dominantes y en la de las clases dominadas siempre, en la realidad, una aparece como reverso de la otra, como pares que se condicionan mutuamente y que sólo analíticamente pueden
ser aislados.

Cuando caracterizamos, por ejemplo, a la situación argentina como una situación de asimetría entre predominio económico y hegemonía política, estamos haciendo referencia, en términos de las clases dominantes, a la existencia de una situación de "crisis orgánica". Pero una situación de crisis orgánica es siempre, potencialmente, para las clases dominadas, una "situación revolucionaria". En este sentido, los rasgos de una y otra se complementan.

Para Gramsci, una crisis orgánica es aquella en que:

"los partidos tradicionales con la forma de organización que presentan, con aquellos hombres que los constituyen, representan y dirigen ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o de una fracción de ellas".
Esto origina una "crisis de autoridad" que tiende a reforzar "la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de las altas finanzas, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública".

El punto de partida de una "situación revolucionaria" según Lenin se define por rasgos parecidos: "crisis en las alturas" y crecimiento de la movilización. Pero lo que Lenin enfatiza en ese texto son las condiciones para que esa crisis de hegemonía, que desde la perspectiva de las clases dominadas conforma una situación revolucionaria, se transforme en crisis revolucionaria.

Nuestro esfuerzo se orientará hacia el enfoque de la situación en términos de crisis orgánica, es decir, en un nivel en el que la presencia de las clases dominadas opera sólo en un segundo plano.

En estos términos, una caracterización particularizada de la coyuntura actual se resumiría en estos rasgos:

Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas.


Predominio de soluciones de compromiso en las que "fuerzas intermedias", que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del "nudo estructural" ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina.

Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy en el plano político-social como de "empate": "Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría".

Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lidera los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.

El golpe de Estado del 28 de junio de 1966 significa en la historia política argentina algo más que un mero relevo de gobierno por vía de la típica insurrección cuartelera latinoamericana: se trata del intento más decidido realizado hasta hoy por la fracción dominante en el nivel económico-social, para superar a su favor una situación de crisis orgánica y transformar ese predominio en hegemonía.

Su punto de partida es, en ese sentido, similar al del alzamiento militar ocurrido en Brasil en 1964. Los resultados sin embargo, han sido distintos: mientras en Brasil el capital monopolista logró, a través de la consolidación de una oligarquía militar-industrial, superar la "crisis de autoridad" en la Argentina la crisis hegemónica se mantiene en los términos iniciales, aún cuando en el nivel económico el predominio del capital monopolista se haya acentuado desde entonces.

Pero esa potencia económica no pudo transformarse en potencia política; los nuevos grupos dominantes en el terreno de la producción no fueron grupos dominantes en el terreno de la producción , no fueron capaces de crear nuevas fuerzas sociales estables que los representaran o de utilizar a su favor las preexistentes. Su hegemonía sólo se expresó en la fase en que, dentro de la relación permanente violencia-consenso, predominó abiertamente la primera, es decir, hasta mediados de 1969. Pero cuando esa violencia engendró su réplica, la fórmula de poder a diferencia del caso brasileño, se desequilibró. El intento por buscar, a partir de ese fracaso, nuevos mecanismos consensuales, tampoco tuvo éxito: hoy, en la escena política vuelven a dominar los desalojados en 1966, con lo que la situación de crisis orgánica que provocó el estallido de la "Revolución Argentina" sigue en pie, agravada para el capital monopolista por la participación que en el bloque político triunfante el 11 de marzo tienen fuerzas que representan abiertamente tendencias socialistas, fuerzas cuya movilización fue decisiva para la victoria electoral, pero cuyo nivel de organicidad es aún bajo.

Los protagonistas centrales de ese movimiento pendular sin triunfadores políticos netos son, en el primer nivel estructural, el capital monopolista extranjero o asociado con el imperialismo; el capital nacional y una rama particularmente importante de éste, la burguesía agraria. Políticamente estos grupos se han expresado predominantemente a través de cuatro actores:

  • los partidos políticos,
  • las Fuerzas Armadas,
  • la burocracia sindical
  • y una nueva conjunción que llamaremos el "establishment", integrado por tecnócratas y por representantes directos de capital monopolista que al margen de los partidos, asumen roles de élite política.

La coyuntura arranca con una ofensiva hegemónica del capital monopolista que se consolida, en el primer período de la Revolución Argentina durante el lapso que podríamos personalizar en la pareja Onganía-Krieger Vasena. En esa etapa efectivamente, el predominio del capital monopolista se transformó en hegemonía dentro del bloque dominante, y el capital nacional y la burguesía agraria debieron supeditarse políticamente a él. Ello se logró a través del establecimiento de una nueva fórmula de poder que arrasó con el régimen de partidos y lo suplantó con una coalición entre las Fuerzas Armadas y el establishment, la que se intentó agregar a la burocracia sindical.

Esta fórmula aparecía como la respuesta más coherente en el nivel de las fuerzas sociales para las necesidades que la lógica del desarrollo capitalista venía planteando desde tiempo atrás. Queremos decir con ello que los contenidos del movimiento de 1966 estaban ya larvadamente diseñados cuando encontró su techo, a mediados de la década del 50, el modelo de crecimiento capitalista vigente hasta entonces. A partir de ese momento la historia de las clases dominantes argentinas es la historia, zigzagueante, de la búsqueda de ajustes entre las nuevas condiciones económicas y las estructuras políticas.

Estas nuevas condiciones económicas suponen la necesidad de un proyecto de crecimiento a largo plazo caracterizado por cambios de orientación en la política frente al capital extranjero, frente a la promoción industrial y frente a la política laboral, tendientes a favorecer un modelo de acumulación adaptado al crecimiento de los sectores monopolistas.

Una orientación de ese tipo en los grupos predominantes de la burguesía es posible comenzar a detectarla, a partir de la crisis de 1952, como un intento dirigido desde entonces a concluir con la política distribucionista y con la ineficacia de las empresas surgidas al amparo del proteccionismo y del proceso inflacionario y a utilizar el poder del Estado para obtener el desarrollo de las economías externas requeridas por su propia dinámica de crecimiento, sólo posibles a través de una acción pública que incrementase las inversiones en obras de infraestructura y, por lo tanto, racionalizara el desempeño del Estado mediante la eliminación de gastos improductivos.

Ese proceso no encontró, durante años, sino ecos adormecidos en el poder político, siendo que, como en todo salto en el desarrollo capitalista el papel a cumplir por el Estado resultaba una variable imprescindible. Finalmente, en 1966, como antes en 1930 y en 1943, fueron las Fuerzas Armadas quienes, encaramándose en el proceso de desarrollo del capitalismo, disolvieron las estructuras políticas anteriores y se transformaron en dinamizadoras de la nueva etapa.

Las Fuerzas Armadas completan así en 1966 un ciclo político cuya primera versión había estallado en 1955 con el derrocamiento del nacionalismo popular peronista, operado cuando tenían lugar los primeros síntomas de la crisis. Desde ese momento, es decir, desde al agotamiento del tramo industrializador sustitutivo de importaciones de manufactura liviana, se planteaban para el futuro del capitalismo en la Argentina dos alternativas básicas. Una, forzar la marcha llevada hasta entonces por el peronismo hacia un modelo de desarrollo basado en una sólida alianza entre el Estado y el capital nacional para estatizar los centros fundamentales de acumulación.


Otra, crea las condiciones para una etapa del desarrollo capitalista en la Argentina, mediante la implementación de políticas que, acentuando la dependencia, fueran capaces de garantizarle a los sectores más concentrados el control de la economía.


Quedaba, por supuesto, una tercera y residual alternativa: la instrumentación de una política de compromisos constantes entre las clases y fracciones de clase dominantes por la que el Estado se transforma en una suerte de campo neutro donde todas ellas compiten, obteniendo beneficios inmediatos según la fuerza de su presión.

El derrocamiento del nacionalismo popular descartó la posibilidad de un desarrollo vía capitalismo de Estado, pero también condujo al establecimiento de una nueva hegemonía mediante la cual el conjunto de las clases dominantes acatara la dirección del capital monopolista.

En primer lugar, porque en el nivel económico el proceso de predominio de capital monopolista no estaba aún consolidado y el poder de las otras fracciones de clase, en especial la burguesía agraria, era muy grande. En segundo lugar, porque la fórmula de poder se construyó alrededor del consenso que podían prestar los partidos políticos, ligados en su mayoría con los proyectos de capital nacional y la burguesía agraria.

Esta fórmula de poder, en la que los partidos políticos debían jugar un rol protagónico, fracasó: la llamada "Revolución Libertadora" de 1955 fue, quizás, el último intento orgánico de la burguesía agraria por mantener un rol hegemónico en el bloque dominante.

Sobre ese fracaso aparece en 1958, la alternativa de Frondizi. Básicamente el gobierno de Frondizi es un capítulo del proceso de maduración de los intentos hegemónicos de capital monopolista y del afianzamiento de su predominio en el terreno económico, por el aliento dado entonces a la radicación de inversiones extranjeras.

En el plano político la etapa supone la emergencia, en la fórmula de poder que se busca instaurar, de nuevas fuerzas sociales: el establishment, que comienza a asumir roles importantes en el aparato del Estado, y la burocracia sindical. Entretanto, el sistema de partidos políticos es relegado a un segundo plano, hasta el punto que incluso se arrastra a una virtual disolución al propio aparato partidario oficialista: el "frondizismo" es mucho más "desarrollismo" que "radicalismo intransigente".

El intento de estabilizar una nueva fórmula de poder, sin embargo fracasó. En un plano, porque pese a permitir el avance de capital monopolista sobre las otras fracciones buscó constituirse en factor unificador de conjunto de la burguesía. La hegemonía de capital monopolista supone el sacrificio de sectores de las clases dominantes; en la experiencia llevada a cabo entre 1958 y 1962 se trató en cambio, de articular una política que mantuviera simultáneamente los niveles de protección para el capital nacional, que siguiera transfiriendo ingresos a la burguesía agraria y que garantizara altos beneficios para el capital monopolista.

Todo ello, en los hechos, se contrarrestaba y traía como consecuencia un acentuamiento de la ineficacia del sistema en términos de su funcionalidad para la fracción predominante. Como modelo, el propuesto por el desarrollismo quedó así como un intento pragmático de compromiso entre todos los grupos dominantes locales y el capital extranjero. A diferencia del ciclo de la Revolución Libertadora, que sólo intentó resarcir a la burguesía agraria y al imperialismo de las pérdidas que le infligiera el nacionalismo popular, el frondizismo proyectó ir más allá y superar los límites ya exhaustos de la industrialización liviana, mediante el pasaje a una etapa de desarrollo de ramas industriales más estratégicas. Pero ese objetivo sólo puede lograrse, en el cuadro de las relaciones capitalistas, entregándole al Estado las llaves de la acumulación o poniendo al Estado al servicio del capital monopolista. Al fracasar en sus objetivos económicos por su incapacidad para consolidar un proyecto consistente, el frondizismo fracasó también en la construcción del esquema del poder: no pudo satisfacer las necesidades que planteaba la coalición con la burocracia sindical ni con las Fuerzas Armadas, no satisfizo totalmente al establishment y no logró construir una alternativa frente al sistema de partidos políticos que se le oponían desde la tribuna parlamentaria. Cuando a principios de 1962 fué desalojado, su legitimidad era nula y el vacío hegemónico se planteaba. Quedaba como saldo, como soporte para la nueva etapa, el fortalecimiento de las posiciones económicas del capital monopolista. Pese a ello, los primeros pasos del régimen militar posfrondizista parecieron marcar una resurrección de la gran burguesía agraria. Duró poco: el ministerio de Economía de Federico Pinedo, en 1962 fué como el último estallido victorioso de una ofensiva de la vieja oligarquía.

Tras ese episodio surge una suerte de "ensayo general" en el que dos de los protagonistas principales del movimiento militar de 1966 aprontan sus efectivos; la constitución de una nueva élite político-militar, el ascenso a funciones de gobierno de una burocracia formada por tecnócratas y asesores del capital monopolista, esto es, la coalición entre establishment y Fuerzas Armadas que caracterizará el primer tramo de la Revolución Argentina, tiene su anticipo en el gobierno de José María Guido, entre 1962 y 1963.

Pero esta élite no estaba, sin embargo, lo suficientemente fortalecida en 1963 como para otorgar salida hegemónica a un proceso que en lo económico ya estaba maduro. Es sobre la base de esta reiteración de una vacancia, que los partidos políticos resurgen de sus cenizas y forjan el gobierno de Arturo Illia; tras ellos el capital nacional y la burguesía agraria, sus tradicionales soportes históricos, recuperan posiciones perdidas y, entre 1963 y 1966, jaquean, a veces con éxito, al capital monopolista que carecía de expresión política estable.

Pero este triunfo de los partidos políticos y de las clases que son expresadas por ellos debía ser efímero: iba a contramano de la lógica del desarrollo capitalista, suponía un desfasamiento demasiado grande entre economía y política.

Los partidos políticos, como categoría institucional, suponen la vigencia de un sistema particular de toma de decisiones. Ese sistema incluye, básicamente, un escenario y determinadas condiciones para su constitución: el escenario es el parlamento y su condición de existencia, la consulta electoral periódica. En la Argentina, dadas las características de reclutamiento de la "clase política", los partidos tienden a ser la expresión política predominante del capitalismo nacional, urbano y rural.

El parlamento es así una tribuna en la que confluyen múltiples intereses "particularistas", el único recinto en el que las clases y fracciones de clase económicamente subordinadas en la alianza dominante pueden llegar a predominar políticamente. En esa suma de intereses particularistas expresados en el parlamento, se incluyen también los del capital monopolista, pero la condición para su coexistencia es el estado de compromiso permanente. Un compromiso que debe abarcar además, en alguna medida, a las clases populares, porque las consultas electorales periódicas suponen la asunción, aunque fuere retórica, de intereses "universalistas". En el parlamento, el capital monopolista es llevado a la mesa de negociaciones y su presencia en ella es subordinada. La elaboración de un proyecto hegemónico no pasa por su presencia en ese escenario: se desplaza hacia otros centros de decisión política: las Fuerzas Armadas, la tecnocracia ubicada en el aparato del Estado y la burocracia sindical, con la que está relacionada por el "toma y daca" del conflicto económico.

El proceso lleva a los partidos políticos y a las instituciones en que ellos actúan a girar en el vacío. Un resultado que en la Argentina no fue difícil de conseguir dada, por añadidura, la situación de proscripción política de las grandes masas populares que no se sentían representadas a través del sistema de partidos. Este hecho, sumado a la carencia de representatividad de los intereses económicamente predominantes, llevó en 1966 al completo desgaste institucional.

Cuando en junio de ese año los militares toman por asalto el poder y utilizan como una explicación de su alzamiento el deterioro de los partidos políticos decían una verdad: su "crisis de autoridad" era total. La acumulación de capital, el incremento de la eficacia del sistema económico, la racionalización de las actividades públicas, eran demandas que se asentaban sobre la lógica del desarrollo capitalista: ellas imponían nuevas políticas, contradictorias con las aspiraciones de las masas populares y con los intereses de las clases económicamente subordinadas de bloque dominante. No estaba en la capacidad del sistema de partidos asumir esas tareas: es a ese cuello de botella político de desarrollo capitalista que el golpe de junio viene a poner fin.
 
 
 
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