Efectivamente, el Cordobazo del 29 de mayo de 1969 desnuda la fragilidad del nuevo proyecto hegemónico e inaugura, a nuevos niveles, otra etapa de crisis política. Pero la diferencia con 1966 es notoria: ahora la crisis es primordialmente social; supone un estado general de movilización de las clases populares, en el que aparecen formas orgánicas de contenido socialista como primera respuesta a las nuevas contradicciones sociales argentinas. Es a partir del Cordobazo que la lectura de la crisis puede caracterizarse legítimamente no sólo en término de los conflictos en el interior de las clases dominantes, sino también como "situación revolucionaria" en la definición leninista: cuando las masas son empujadas "a una acción histórica independiente".
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Por eso la crisis actual coloca en primer plano para las clases dominantes y las fuerzas sociales que las expresan el problema del control de esa movilización, en tanto ésta es el embrión de un nuevo movimiento social que busca aún su expresión política orgánica. Por eso también en esta etapa "pre-política" del nuevo movimiento social en que las fuerzas que buscan expresar los intereses de las clases populares se hallan fragmentadas en un mosaico de experiencias, no es "espontaneísta" considerar que la dirección socialista de un proceso se mide más por las posibilidades objetivas que tenga el mismo de alentar la movilización existente en el interior de las masas explotadas por el sistema capitalista dependiente, que por la perfección de los programas o la prolijidad de los métodos de organización. |
Para las clases populares, la crisis que se abre en 1969 origina respuestas autónomas que, sin embargo todavía hoy, se expresan más en el plano "social" que en el "político".
Para el capital monopolista la crisis obliga a rehabilitar el espacio de la política, en tanto es en él donde aparecen como posibles todavía -aunque cada vez más limitadamente- tentativas de integración que el plano económico-social rechaza. Esa reivindicación de un escenario que en 1966 se creyó clausurado, equivale a la principal derrota del proyecto hegemónico del capital monopolista, aprovechada por las otras clases dominantes que habían sido subordinadas durante el primer tramo de la Revolución Argentina.
El primer desertor en la aplicación de las formas "puras" de la dominación neocapitalista dependiente fue el propio aparato militar. Al asumir el poder en 1966, las Fuerzas Armadas justificaron la intervención en base al planteo de objetivos trascendentes, en términos de "empresa nacional". No se evocaron entonces -al menos de manera principal" necesidades de defensa del Orden frente a la Subversión, sino fines positivos: "modernizar" el país, encauzarlo hacia la "grandeza" superando la parálisis a que lo habrían llevado las pujas facciosas, intersectoriales, encarnadas en los partidos políticos. Así lo razonaba la retórica del "Mensaje de la Junta Revolucionaria al Pueblo Argentino" emitido el 28 de junio de 1966:
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"Hoy, como en todas las etapas decisivas de nuestra historia, las Fuerzas Armadas interpretando el más alto interés común, asumen la responsabilidad irrenunciable de asegurar la unión nacional y posibilitar el bienestar general, incorporando al país los modernos elementos de la cultura, la ciencia y la técnica, que al operar una transformación substancial lo sitúen donde le corresponde por la inteligencia y el valor humano de sus habitantes y la riqueza que la Providencia depositó en su territorio". |
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En la literatura militar de la época, el programa era presentado de manera más particularizada. Uno de los teóricos del golpe, que al asumir el nuevo gobierno fue designado secretario del Consejo Nacional de Seguridad, el general Osiris Villegas, consideraba que la Revolución Argentina debía encarnar un nuevo "proyecto nacional" destinado a reemplazar el vigente desde fines del siglo anterior.
Y agregaba:
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"No puede trazarse una política fundada en el interés nacional si no se reconoce la situación argentina de país en vías de desarrollo. Este es un concepto económico que hace al tipo de estructura de producción que tiene el país. La política fundada en el interés nacional supone el esfuerzo acelerado para transformar esa estructura de producción en una similar a la de las sociedades industriales. Exige la construcción de industria básica, la promoción de las actividades de la nueva revolución industrial, de la energía nuclear, la electrónica o la cibernética. Reclama la revolución técnica en el campo. Supone, simultáneamente, un gran esfuerzo tecnológico que coordine los esfuerzos de la universidad, las empresas y el Estado en la tarea de modernización". |
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Todo este "mesianismo" se resolvió con la asociación entre el Estado y el capital monopolista, como sustento de la modernización y la grandeza.
Pero esta sociedad no puede ser visualizada como un simple "arreglo" entre intereses inmediatos coincidentes. En la medida en que las Fuerzas Armadas constituyen una fuerza social, sus relaciones con el universo de las clases se hallan mediadas por la ideología. Como institución del Estado en la que la especificidad de sus funciones debe ser justificada en términos de las necesidades de la Nación y no de sus parcialidades, las Fuerzas Armadas siguen siempre una determinada "doctrina", que le otorga sentido a sus acciones y en la que tratan de socializar a sus cuadros. Es a través de esa ideología que puede reconstruirse la relación de las Fuerzas Armadas con otras fuerzas sociales y, por lo tanto, la coincidencia o disidencia con intereses de clase, expresadas como "proyecto".
Durante todo un largo período -especialmente a partir de los años 40- la doctrina militar predominante estaba basada en el concepto clásico de "Nación en armas" y en la hipótesis de guerra provocada por un enemigo externo a las fronteras geográficas. Ponía énfasis por o tanto, no sólo en la necesidad de autosuficiencia económica -o que derivaba en reclamos de proteccionismo industrial y de impulso a una industria pesada que pudiera resolver los problemas específicamente profesionales de abastecimiento- sino también en la necesidad de control nacional sobre el sistema de decisiones globales de la economía. Esto llevaba a reforzar los roles del Estado y a concebir la política económica como política de protección de la economía como un todo. El grueso de la literatura militar de esos años parte de un doble supuesto: no hay defensa nacional posible sin base industrial propia; esa base industrial no implica solamente crecimiento económico sino también el control estatal sobre las decisiones básicas de inversión.
Hacia los años 60 esa doctrina cambia. Tras un período de "vacío" en que las Fuerzas Armadas se desintegran en pugnas internas, un nuevo proyecto, cuyas condiciones organizacionales son planteadas por los llamados
"azules" en 1962-63, reemplaza al anterior como dador de sentido para el comportamiento militar. La interconexión entre Seguridad y Desarrollo será desde entonces la nueva clase estratégica presentada por los militares como "empresa nacional".
El enemigo se ha "interiorizado"; el enfrentamiento básico tiene lugar dentro de las fronteras y la "guerra subversiva" es el nuevo tema de preocupación. La función principal de las Fuerzas Armadas es garantizar la Seguridad dentro de las fronteras. A partir de esto, si se mantiene el énfasis sobre la necesidad de crecimiento industrial -porque éste es un respaldo, al disipar tensiones sociales, de la seguridad- pasa a segundo plano el principio del control nacional sobre las decisiones económicas; no importa tanto quién dirige el desarrollo; lo decisivo es que la nación se modernice.
En 1966, el jefe del Estado Mayor General del Ejército planteó en una conferencia militar continental, estos principios:
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"El desarrollo puede definirse como la expresión de un conjunto de cambios en las estructuras mentales y en los hábitos sociales de un pueblo que lo pone en estado de aumentar en forma permanente su producto real global. El desarrollo es a la seguridad lo que la causa al efecto, el origen a la consecuencia, lo principal a lo secundario. Sin desarrollo la seguridad es utopía tanto en el orden particular o nacional como en el orden general o internacional". |
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Estos cambios en la orientación estratégica de las Fuerzas Armadas, pegadas al esquema cosmopolita de "bipolaridad mundial" planteado por el Pentágono, que relega a los ejércitos de los países independientes a funciones de policía interna, coinciden en la Argentina con la crisis del modelo de industrialización sustitutiva y con la consolidación de poderosos sectores oligopólicos en las ramas más dinámicas de la industria. En su urgencia por el Desarrollo como garantía de la Seguridad, las Fuerzas Armadas parecen encontrarse con la única posibilidad para sacar al país del estancamiento: poner en práctica las políticas diseñadas por el capital monopolista ya que, si no se plantea la alternativa de que sea el Estado quien tome en sus manos la responsabilidad principal del crecimiento económico, la tarea deberá recaer forzosamente en los sectores privados más poderosos y concentrados, los únicos que tienen la posibilidad de dinamizar un proyecto económico.
Este esquema funcionó satisfactoriamente en el primer período de la Revolución Argentina, como lo señalara uno de los principales propagandistas civiles de la nueva coalición: lo que estaba consolidándose en la Argentina era
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"una oligarquía político-militar-empresaria, empeñada en asegurar el proceso de industrialización a través de grandes inversiones en la infraestructura y dispuesta a contener, por lo tanto las prematuras presiones de los
sectores populares". |
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Pero este proceso no se desarrolló libre de tensiones, tensiones que sólo hubieran podido ser relegadas con la presencia visible de efectos económicos favorables, que permitieran el rápido pasaje del "tiempo económico" al "tiempo social".
En el tercer año de vigencia del plan, las Fuerzas Armadas se encontraron con que la suma de obstáculos políticos y sociales que imponía la "grandeza" por esa vía era tal, que determinaba costos demasiados elevados y, por añadidura, hacía más vulnerable aún la seguridad.
Los reclamos del capital mediano y pequeño y de la burguesía agraria; las explosiones regionales que abarcaban zonas de desigual desarrollo económico, político y social; la situacción de exasperación de los asalariados que desbordaba, en los hechos, los intentos conciliadores de la burocracia sindical y el descontento generalizado de la pequeña burguesía expropiada políticamente y sometida a una creciente pauperización, crearon una acumulación de fuerzas opositoras al proyecto monopolista tan poderosa, abrieron una crisis social tan honda, que precipitó la fractura de monolitismo militar: a través de esas grietas se filtró el reclamo político de las otras clases propietarias, subordinadas desde 1966 al capital monopolista. Había fracasado la posibilidad de consolidar una oligarquía militar-industrial que hiciera compatibles los intereses de las Fuerzas Armadas con los de los grupos más concentrados de la industria y las finanzas, verdadera clave del proyecto hegemónico neo-dependiente, tal como lo certifica contemporáneamente el caso brasileño.
Desde ese momento la ecuación que relacionaba Seguridad con Desarrollo, depositando a éste en manos del capital monopolista, comenzó a perder sentido; la Revolución Argentina dejó de aparecer como realización de ese proyecto nacional que las Fuerzas Armadas se habían propuesto en 1966. El tema de la Seguridad, a secas pasó a ser prioritario, para conjugarse a partir de entonces con modelos políticos de salidas institucionales, más que con modelos económicos de acumulación.
La mayor velocidad que adquirió la conjunción de intereses contrapuestos al plan, en relación con la lentitud en el pasaje del "tiempo de la acumulación" al de la "distribución" enajenó también al otro soporte prevista por el modelo neocapitalista de desarrollo: la burocracia sindical.
Uno de los presupuestos de la dominación del capital monopolista es el control de la fuerza de trabajo. Y si ese objetivo pasa por una primera etapa de disciplina forzosa asegurada por la violencia, reconoce una segunda de "participación". La clave, para la primera fase, es la eficacia de la política de ingresos, esto es, el poner en marcha las mejores condiciones para la acumulación de capital en favor de los grupos más concentrados de la economía. "El eficiente funcionamiento de la política de ingresos -señala Krieger Vasena- es primordial para el desarrollo con estabilidad y aun cuando aisladamente cada uno pueda pretender más de lo que le corresponde en esta transición, el gobierno ha de mantenerse inflexible ante presiones que, analizadas en conjunto y desde un plazo superior, no son atendibles."
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En la segunda etapa, una vez sometida políticamente, la burocracia sindical, la orientación del Estado no consiste en procurar su desaparición o su debilitamiento institucional, sino su subordinación al plan del capital como un mecanismo consensual importante, como un reaseguro contra la movilización popular. |
La estrategia del capital monopolista incluye como supuesto la posibilidad de promover la existencia de sectores obreros privilegiados que pueden conseguir que en las ramas industriales de más alta productividad se paguen salarios mayores que en aquellas con menor desarrollo tecnológico. De esta expectativa pudo participar un sector de la burocracia sindical, pero en realidad fué distinta; en el período 1966-68 el bloque salarial perjudicó tanto a unos como a otros, acentuando la homogeneidad de la clase obrera como grupo explotado por el capital (15). Al cumplirse los dos años de la Revolución argentina ninguna fracción dentro de los trabajadores podía ser computada como soporte objetivo de la coalición con que el capital monopolista buscaba fundar su hegemonía.
Sin embargo, en junio de 1966, al ser derrocado el gobierno legal, la burocracia sindical no ocultó un prudente entusiasmo. "El movimiento militar que el 27 de junio tomó el poder -dice una declaración de la CGT del 29 de ese mes- constituye un hecho nuevo e históricamente asume una gran responsabilidad, ante la atenta expectativa que indiscutiblemente ha concitado en el país". Los primeros pasos del nuevo gobierno parecen incluso, satisfacer algunas de sus esperanzas de coparticipar de la situación política creada, confirmando la impresión de que podrían ser reconstruidos los lazos -rotos desde 1955- entre burocracia sindical y Fuerzas Armadas.
Ese clima duró poco, sin embargo. La primera ofensiva brutal descargada por los militares en el poder tendió a desmantelar drásticamente las zonas de "ineficiencia" del sistema económico: trabajo en los puertos, ferrocarriles, industria azucarera tucumana. El golpe, aún era selectivo. La burocracia sindical trató de mantener las negociaciones, especulando con la posibilidad de ganar para sí a los sectores "nacionalistas" del elenco gubernamental y de las Fuerzas Armadas. Pero la designación de Krieger Vasena como ministro de Economía, a fines de 1966, desvanece todos los sueños: la presencia de ese gerente de los monopolios como arquitecto del plan económico de la Revolución Argentina, confirma que las Fuerzas Armadas han decidido transformarse en sostén del neocapitalismo dependiente.
En marzo de 1967 la CGT se rinde frente a la fuerza militar y levanta un paro general de 48 horas. Pocos días después recibe el golpe de gracia: Krieger Vasena liquida por dos años las convenciones colectivas de trabajo, estableciendo que durante ese período será el Estado quien fije los ingresos de los asalariados. La burocracia sindical pierde así toda influencia en el mercado de trabajo, viéndose compelida a ocuparse solamente de cuestiones mutuales o asistenciales. El arma poderosa que significaba discutir cada año los salarios y las condiciones de trabajo es quitada de sus manos.
A partir de ese momento y hasta la crisis social y política de 1969-70, la burocracia sindical, doblegada por el poder, se repliega. Un sector, el vandorista, se aísla de gobierno, pero no lo combate. Otro, el llamado participacionista, insiste en mantener lazos con las Fuerzas Armadas, a partir del supuesto de que éstas pueden ser aisladas del establishment. La pretensión resultó absolutamente vana. Entre 1966 y 1969 la homogeneidad de la coalición Fuerzas Armadas-establishment fue casi perfecta y el papel adjudicado a la burocracia sindical era el de la subordinación: en la medida en que mantuviera la desmovilización de los trabajadores podía obtener, como categoría, concesiones aisladas, frutos de la corrupción que el poder prodiga.
Hasta 1969, en que el proceso sufrió un viraje, la burocracia sindical fue, pasivamente, un instrumento del plan de los monopolios. Como la burguesía media, con la que ha fusionado su proyecto político, fué forzada al repliegue. Si en 1966 el total de jornadas perdidas por conflictos de trabajo fué de 1.912.826 (de los cuales 1.542.933 lo fueron en los seis primeros meses), en 1967 la cifra descendió a 244.844 jornadas y en 1968 a algo más de 23.500, el valor más bajo desde 1956.
Sólo el debilitamiento del poder y la crisis política posterior al Cordobazo, que tenderán a aislar al establishment de las Fuerzas Armadas y a rehabilitar el peso de los partidos políticos, y con él la influencia del viejo capitalismo urbano y rural, alentará nuevamente a la burocracia sindical. Para obtener un grado de consenso que ayude a dar salida a la crisis de 1970, cuando la violencia "pura" se había mostrado insuficiente como garantía de desmovilización, la burocracia sindical es nuevamente convocada. Rota la coraza de coerción con que los militares habían protegido la hegemonía del capital monopolista, las otras clases dominantes subordinadas entran en la mesa de negociaciones; deben ser aceptadas como partes.
A partir de allí crece otra vez la influencia política de la burocracia sindical, en tanto ella se transforma en el eje de coincidencias económico-sociales entre los representantes directos del capital nacional y los partidos políticos, expresadas en los sucesivos pactos programáticos entre la Confederación General Económica (CGE), la Confederación General del Trabajo y los principales partidos políticos. Esos pactos, en los que la burocracia sindical ha jugado un rol primordial, expresan las expectativas de reingreso al poder de las clases propietarias subordinadas en 1966.
La burocracia sindical en la Argentina opera así su pasaje histórico de las posiciones del "reformismo obrero" a las de "reformismo burgués", insertándose explícitamente en el sistema del capital. Esta calificación que, en general, parece válida para el sindicalismo en casi todas partes tiene, en el proceso social argentino, aspectos particulares que deben ser destacados.
Además, ese poder se ha fundado sobre características
muy precisas de la historia posterior al derrocamiento del nacionalismo
popular en 1955:
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la burocracia sindical ha debido asumir, desde entonces, dos papeles:
el clásico de negociación de las condiciones de venta
de la fuerza de trabajo |
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y otro "sui generis", determinado por la proscripción
del peronismo, que transformó a los sindicatos en los principales
representantes políticos de la clase trabajadora. |
Ambos papeles -uno, "político"; otro, "profesional"-
sólo se separan abstractamente: las condiciones concretas de funcionamiento
del aparato sindical entrelazan permanentemente ambas funciones, tornando
a menudo, contradictorios a sus comportamientos.
Por un lado, "profesionalmente", debe justificar
su condición de columna vertebral del nacionalismo popular en un
proceso que busca la restauración en el poder.
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En este andarivel peligroso
que combina el diálogo con la oposición, aparece
una determinación cuyo peso es decisivo para entender
las actitudes de la burocracia sindical: la dependencia con
relación al Estado, cualquiera que sea el bloque de
fuerzas que lo controle. |
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El peso del Estado sobre la burocracia sindical es enorme y las armas
legales para controlar sus pasos abarcan todos los grados: desde la intervención
lisa y llana por funcionarios gubernamentales hasta el ahogo económico
por el bloqueo de sus fondos. Un eje decisivo de la actividad de la burocracia
sindical pasa, por lo tanto, a través de sus relaciones con el
poder político, para impedir que éste ponga en marcha medidas
"disciplinarias", económicas o administrativas.
Todo ello obliga a que la burocracia sindical despliegue siempre una
estrategia tendiente a comparticipar del poder; esto es, que busque, más
allá de sí misma y de sus componentes corporativos, coaliciones
con otras fuerzas sociales. Pasado el llamado período de la "resistencia
peronista", toda la trayectoria política de la burocracia
sindical se estructura con el objetivo de terminar con el "aislamiento"
abierto en 1955 y recuperar su influencia sobre el aparato estatal, a
través de la búsqueda de coaliciones con otras fuerzas sociales.
Un jalón de ese proceso es la restitución que, en 1961,
el desarrollismo en el poder efectúa de la CGT, intervenida desde
1955, devolviéndole a los dirigentes gremiales parte del poder
de regateo político del que habían sido despojados tras
el derrocamiento de Perón.
Esa política de alianzas desplazada por la burocracia sindical
marca una clara línea de tendencia. El "modelo de
sociedad" y las medidas económico-sociales que propugna
la CGT desde los años 60 hasta la actualidad, no difieren virtualmente
de los reclamos del capital nacional, agrupado en la CGE. Un análisis
de esas orientaciones nos llevaría a comprobar que el objetivo
político de la burocracia sindical es recrear las condiciones que
contribuyeron a la gestación de la coalición sobre la que
se fundó el peronismo, a mediados de la década del 40: sus
interlocutores principales para ese fin no pueden ser otros que los representantes
del capital nacional y los grupos nacionalistas de las Fuerzas Armadas.
En ese sentido, el "nacional desarrollismo" programático
de la CGT supone algo más que un movimiento táctico o una
decisión oportunista: es la forma específica en que la burocracia
sindical busca asumir la representación política de las
masas peronistas; es su proyecto histórico de largo plazo el modo
de su inserción en la política de poder. Todo ello, claro
está, de manera insanablemente más mediocre que en 1945:
ni esta burguesía es la de entonces, ni estas Fuerzas Armadas son
las de entonces; ni esta burocracia sindical está inspirada en
el reformismo movilizador de los dirigentes gremiales de la década
del 40.
El proyecto hegemónico del capital monopolista no es el mismo
que posee la burocracia sindical, ni siquiera por parte de quienes fueron
llamados "participacionistas" y buscaron permanentemente la
negociación con Onganía.
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Sin embargo, es un hecho que alentaron el golpe de 1966 y
que se rindieron en la etapa más dura de la Revolución
argentina, sin movilizar consecuentemente sus fuerzas. ¿Por
qué es la complicidad con un proyecto que no compartían? Las razones de diverso nivel, ilustran el complejo papel que
la burocracia sindical cumple en la sociedad argentina. |
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Desde el punto de vista de sus proyectos políticos a largo plazo
ya descriptos, un elemento importante para explicar la tregua concedida
es el carácter militar del gobierno de Onganía. Para el
nacional-desarrollismo de los sindicatos, las Fuerzas Armadas constituyen
sus principales aliados; los copartícipes con quienes se busca
negociar toda propuesta tendiente a reconstruir la coalición
gobernante entre 1946 y 1955. |
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Otro elemento es la dependencia que la burocracia sindical tiene frente
a quienes controlan el poder político, a fin de asegurar su supervivencia
como institución. Basta la modificación de un artículo
de un reglamento, para que la riqueza económica de los sindicatos
se desintegre. Quienquiera que esté en el poder puede lograr,
siempre que lo controle efectivamente, alguna forma de "colaboración"
de la burocracia sindical. |
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Pero esto sería insuficiente, porque omitiría el análisis
de algunos aspectos específicos de la complicada trama de relaciones
que se establecen entre la burocracia sindical -considerada ahora en su
dimensión "profesional"- y el capital monopolista en
momentos en que este sector consolida su hegemonía sobre el resto
de las clases dominantes, subordinando a los sectores que la burocracia
sindical estima como sus principales aliados políticos. El sindicalismo
argentino, en tanto ha abandonado el "reformismo obrero" por
el "reformismo burgués", ha integrado su suerte a la
del capitalismo. El hecho de que, en el interior de esa elección,
prefiera como garantía para sus intereses -no sólo sociales
sino políticos- al modelo nacional-desarrollista de la burguesía
media, que busca negociar la dependencia, no impide que esa actitud pueda
ser relativizada coyunturalmente. Como la ofensiva hegemónica del
capital monopolista arriba a su punto más alto, acorazada tras
todo el peso del poder militar, importantes sectores de la burocracia
sindical, especialmente los ligados a las grandes empresas, partiendo
de lo que perciben como "solidez" casi invulnerable del proyecto
neocapitalista, tratan de negociar por su cuenta a fin de obtener el mejor
partido posible de la nueva situación. Si el capital monopolista
hubiera ganado la carrera contra reloj planteada desde 1966 entre el "tiempo
de acumulación" y el "tiempo de distribución"
y hubiera podido, por lo tanto, introducir cuñas objetivas de diferenciación
en el interior de la clase trabajadora, es altamente probable que la burocracia
sindical se hubiera fragmentado también, a partir de la contraposición
de dos modelos distintos de participación en el desarrollo capitalista. |
Pero, cuando el conjunto de la clase trabajadora estalla en movilización
contra el sistema y plantea, borrosamente, la construcción de una
nueva oposición social, haciendo trastabillar el "milenarismo"
que Onganía buscó construir a través de la coalición
entre Fuerzas Armadas y establishment y obliga a un repliegue del capital
monopolista en el plano político la burocracia sindical retoma
sus proyectos originales. Desde ese momento, en conjunción con
los empresarios de la CGE, subraya su autonomía frente al capital
monopolista y se transforma en el núcleo social destinado a marcar
los horizontes del reformismo rehabilitado tras la crisis de 1970:
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Explícitamente desde
entonces el programa económico-social conjunto de la
CGE y la CGT unifica a todos los partidos y Fuerzas Armadas,
como propuesta reformista tendiente a fortalecer el sistema
político. |
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De retorno del fracaso hegemónico del capital monopolista, el
sindicalismo es hoy el principal soporte para poner en marcha cualquier
programa reformista de dependencia negociada entre el capital monopolista
y el capital nacional, cuyos actores sociales principales deberán
ser los partidos políticos, las Fuerzas Armadas y la burocracia
sindical. El principal soporte, porque el acuerdo deberá basarse,
ya no en una desmovilización de las masas a través de la
violencia desnuda, sino en la posibilidad de controlar la movilización
existente, a partir de instrumentar formas reformistas que permitan un
mínimo consensual.
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