2.7 Las salidas para la crisis

El vacío consecuente al fracaso del proyecto hegemónico del capital monopolista puso desde entonces en el primer plano las contradicciones internas del sistema capitalista dependiente, pero sobre el fondo de un crecimiento sostenido de la movilización social de las clases populares en la que el proletariado industrial introduce, con una fuerza inédita en la Argentina, la problemática socialista.

Se trata, pues, de la crisis de un modelo hegemónico burgués, ante la presencia de una creciente movilización popular con fuertes elementos socialistas.

Es esta movilización la que provoca las dos respuestas orgánicas con las que las clases propietarias intentan reequilibrar el sistema político.

Una respuesta es el transformismo y está ubicada a la "derecha" del sistema.


Otra es el reformismo, colocada a la "izquierda".

Ambas, aunque enfrentadas, pueden coexistir en un acuerdo que no significa homogeneidad absoluta, sino integración conflictiva entre "oficialismo y oposición" en el interior de un sistema político unificado.

El transformismo tiene como eje propulsor a las Fuerzas Armadas. El reformismo, a las direcciones de los grandes partidos políticos y a la burocracia sindical.

Pero lo que interesa marcar es que el corte principal que separa a ambos proyectos no es el contenido de sus propuestas económico-sociales sino el de sus propuestas políticas.

Concretamente, el punto de ruptura entre transformismo y reformismo se refiere al control de la movilización, aunque este problema político sea matriz de diferenciaciones subsecuentes en otros planos.

El derrocamiento de Levingston inaugura la tercera etapa de la Revolución Argentina, cuyo signo es la dura negociación a fin de reconstruir las bases sociales del Poder, debilitado por la crisis política que sucede a las conmociones inauguradas por el Cordobazo.

Esta tercera etapa se caracteriza por una inversión, propuesta por las Fuerzas Armadas, de la problemática inicial: ya no se planteará que la solución política habrá de surgir como consecuencia natural, a largo plazo, del éxito de un modelo económico, sea éste el del capital monopolista (Onganía-Krieger Vasena) o el de la asociación del Estado con el capital nacional (Levingston-Ferrer). El orden de la secuencia se alterará en los proyectos oficiales: sólo la obtención de un mínimo de legitimidad podrá garantizar una solución económica. El objetivo es reconstruir el poder del Estado para todas las fracciones de las clases dominantes, otorgándole al sistema político el máximo posible de consenso, con el reaseguro de las Fuerzas Armadas a fin de garantizar a través de la violencia, el control de la movilización. Este es el sentido del "Gran Acuerdo Nacional" proyectado, en nombre de la seguridad del sistema, por los altos mandos de las Fuerzas Armadas. El modelo económico pasa a segundo plano frente al modelo político: interesa la seguridad, a través de "unir a los adversarios y combatir a los enemigos", por encima del desarrollo.

La doctrina militar disocia sus elementos claves y el período que arranca en abril de 1971 no puede identificarse con una orientación precisa en lo económico que vaya más allá de cierto pragmatismo básico. La disolución del ministerio de Economía es casi simbólica: parece refrendar que ese campo es un terreno abierto para la capacidad de presión de las clases y fracciones de clase.

La política ocupa el "puesto de mando"; el tema de la legitimidad de poder aparece como central, y la "reconciliación" para obtener bases de consenso es planteada como objetivo supremo.

El elemento indispensable para la construcción de ese mínimo consensual que reconstruya la integridad del Estado, es la articulación de un acuerdo entre las Fuerzas Armadas, los partidos políticos y la burocracia sindical. El carácter de ese acuerdo y el contenido de las fuerzas sociales convocadas para ponerlo en práctica, determina, de hecho, un repliegue político de capital monopolista, que debe aceptar un pacto con el capital nacional en el espacio que menos controla, dada su virtual carencia de representación política partidaria directa: el de la escena electoral y parlamentaria.

Esta salida negociada, si no significa la derrota del capital monopolista, en tanto el desenvolvimiento de la economía sigue un rumbo relativamente autónomo que le permite acentuar su predominio en ese nivel, importa, en sentido contrario, la mayor victoria que, dadas las relaciones de fuerza políticas y el carácter subordinado de sus posiciones en el sistema económico pueden conseguir los sectores dominantes no monopolistas. Esto es, reubicarse en el poder político, aun cuando su fuerza real solo alcance para restablecer una situación de empate y no para instrumentar un proyecto hegemónico alternativo capaz de potenciar un modelo económico dinámico.

La burguesía monopolista, al ser desautorizado en corto plazo el "modelo brasileño" de hegemonía, queda descolocada ahora en el abanico de posibilidades políticas y debe sacrificar su presencia antagónica a favor de conseguir una mínima consolidación del sistema de poder, que había sido virtualmente vaciado desde 1969 en adelante. Incapacitada para imponer su modelo, la reconciliación propuesta se le aparece como una menor que, de todos modos, no llega a cuestionar su predominio en el mercado económico, aunque deba admitir la competencia con los otros sectores de la burguesía en el mercado político del sistema de partidos.

Todo el proceso protagonizado por las Fuerzas Armadas, los partidos políticos y la burocracia sindical tras la propuesta lanzada desde el Estado para la construcción de un Gran Acuerdo Nacional, tiende a afirmar, como tendencia, los presupuestos básicos de esta tregua que las clases dominantes deben pactar para salir de la crisis política y colocarse en mejores condiciones para enfrentar la crisis social. Un problema, el de los métodos más idóneos para el control de la movilización, sobre el que se impostan luego determinaciones de clase, marca la cuota mayor de dificultades que se traduce, incluso, en choques violentos, a partir de las discrepancias, que, como respuestas orgánicas a la situación, aportan el reformismo y el transformismo.

El transformismo es la ideología de las Fuerzas Armadas; la fórmula político-social que asume, en esta etapa de la crisis argentina, la doctrina de la seguridad. Es el modo "realista de la contra-insurgencia". Definimos en general al transformismo como un camino de salida para una situación de crisis orgánica en el que una de las fracciones dominantes propone un programa de mantenimiento del Orden que incluya la absorción de representantes de fuerzas dominadas. Esta absorción modifica las formas políticas de la dominación, pero no altera sus contenidos económico-sociales. Aunque utilice cuadros reformistas para realizar sus fines, un sistema de tipo transformista intenta la superación de la crisis a través del rechazo de toda reforma orgánica.

En el caso argentino actual este proceso se especifica. El transformismo de las Fuerzas Armadas, como acuerdo con la burocracia sindical y los partidos políticos, parece dispuesto a aceptar ciertas reformas económico-sociales. Sus "límites de tolerancia" están básicamente en lo político, en el control de la movilización popular, en el manejo de la seguridad. Las garantías que las Fuerzas Armadas exigían de las otras partes convocadas para el acuerdo, tuvieron un punto de arranque "máximo" -la candidatura de Lanusse a la presidencia constitucional- y parece tener ahora un punto de llegada "mínimo": la coparticipación en el poder, el control sobre la movilización a través de la violencia, la responsabilidad indelegable de garantizar la seguridad contra el "enemigo interior". Es a partir de esto y no de la adhesión, como lo fuera en 1966, a un modelo económico explícito, que las Fuerzas Armadas se transforman en representantes indirectos del mejor programa posible, en las condiciones actuales, para los monopolios; en el estrato protector que éstos tienen si el resto de las clases dominantes intenta aprovechar la movilización popular para recuperar posiciones perdidas en el
sistema económico.

El reformismo, sustentado en los partidos políticos y en la burocracia sindical, expresa, en cambio, más directamente intereses económico-sociales. Su contenido es maximizar las metas del capital nacional frente al modelo de neodependencia, a través de una asociación con el Estado que ponga en marcha un programa nacional-desarrollista y que permita negociar la dependencia. Su plataforma es la de los acuerdos entre la CGE y la CGT: los puntos allí incluidos unifican a las burocracias políticas de los grandes partidos.

En estas condiciones se llega a las elecciones del 11 de marzo. Ese día, la fuerza del número se transforma en un hecho cualitativo: la multitudinaria votación a la coalición hegemonizada por el peronismo pone en cuestión también al "punto de llegada mínimo", aceptado por el transformismo militar tras haber asimilado el irremediable fracaso de los intentos de "constitucionalizar" la presidencia de Lanusse. Esta puesta en cuestión, en tanto paraliza la iniciativa política desplegada hasta entonces por las Fuerzas Armadas, significa el bloqueo más significativo sufrido por el proyecto hegemónico del capital monopolista, al sancionar su derrota en manos de la peor coalición posible para sus intereses, en las condiciones presentes.

Claramente, el mejor resultado para el capital monopolista de unas elecciones a las que había sido empujado, era lograr una fragmentación del poder que obligara a una negociación permanente entre reformismo (dividido casi por mitades entre oficialismo y oposición) y transformismo, aun cuando el primero mantuviera formalmente el control del sistema político. Esto es, una versión institucionalizada del Gran Acuerdo Nacional, bajo la supervisión de las Fuerzas Armadas. El aluvión de votos desbarató esas intenciones, planteando una ruptura grave de la continuidad proyectada.

Los comicios, dado el carácter rotundo del pronunciamiento, dejan virtualmente sin estrategia al transformismo y en un vacío político al capital monopolista. El bloque a instalarse pasa a ser liderado por fuerzas representativas de la burguesía no monopolista, básicamente las burocracias políticas, la burocracia sindical y las organizaciones representativas directas de los intereses del capitalismo nacional. En su interior, con una capacidad organizativa menor, pero expresando con nitidez las expectativas más profundas de la movilización popular posterior a 1969, coexisten tendencias socialistas, radicadas básicamente en la juventud y en el sindicalismo de oposición.

Finalmente, a la derecha, pero todavía en el exterior del sistema, expectantes, sin un liderazgo claro, se ubican las Fuerzas Armadas, envueltas en el fracaso político de su grupo dirigente, pero hasta ahora incapaces de revertir ese marginamiento provocado por la derrota.

Este gobierno, con contradicciones en su interior entre quienes postulan el "capitalismo nacional", quienes reclaman la movilización para el socialismo y aun aquellos otros que actúan como cuñas larvadas del capital monopolista; que no goza, además, de un sostén activo por parte de las Fuerzas Armadas sino de un consentimiento sólo pasivo, resultado de una derrota que no ha sido elaborada, necesita transformarse rápidamente en poder, esto es, en alternativa hegemónica tras el fracaso del capital monopolista.

Es en este punto donde comienza a plantearse, como problema central, el de la capacidad de la coalición triunfante para poner en marcha una política de reformas orgánicas que pueda revertir el avanzado proceso de dependencia económica, cuando hoy, a diferencia de lo que sucedía en la década del 40, ésta se asienta básicamente en el dominio desde el interior de la estructura productiva más avanzada.

La debilidad económica frente al capital monopolista de las clases que le dan contenido al liderazgo del nuevo proceso sólo podría ser compensada por una efectiva y profunda asociación con las Fuerzas Armadas que se resuelva en un proyecto de capitalismo de Estado, algo que en las actuales condiciones de monopolización de la economía argentina se acercaría peligrosamente -para la burguesía local y para las Fuerzas Armadas preocupadas por el "enemigo interior"- a una vía no capitalista de desarrollo.

Si el reformismo nacionalista fracasara en la consolidación de un proyecto hegemónico basado en la asociación entre el Estado y la burguesía no monopolista, o si limitara sus ambiciones a una mera negociación de la dependencia aprovechando las nuevas condiciones del mercado mundial, el retorno al empate y la continuidad de la situación de crisis social y política resultaría la previsión más verosímil. Mucho más, en tanto el capitalismo monopolista, que mantendría su predominio en el nivel económico forzaría nuevamente la búsqueda de la hegemonía en el bloque de poder.

Para las clases populares, el proletariado en primer lugar, el triunfo electoral de marzo significa el pasaje a una nueva etapa de lucha, que librará, obviamente, en condiciones mucho más favorables que las existentes desde 1955. Cualquier recrudecimiento de la crisis tiene, ahora, un dato suplementario inexistente a mediados de los años 60: la presencia de un nuevo movimiento social que, desde diferentes tiendas organizativas, pero básicamente ahora desde el interior del propio sistema político, plantea una redefinición de las salidas políticas en términos de su adecuación con la contradicción social básica generada por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina.



El cuerpo fundamental de este artículo fue pensado y redactado antes de las elecciones del 11 de marzo. Las líneas básicas del análisis se mantienen inalteradas y ninguna de las conclusiones debe ser, a mi juicio, reformada. La estrepitosa derrota política sufrida por el capital monopolista seis años después de su ascenso triunfal al poder en andas de la Revolución Argentina, ha abierto una nueva fase en la lucha de clases que coloca, por primera vez en décadas, nuevamente a las fuerzas populares ante la posibilidad de revertir a su favor un proceso; de transformar una situación defensiva, primero en equilibrio y luego en ofensiva. Pero ese proceso recién se abre: la avalancha de votos populares no sólo no alcanza por sí sola para tomar el poder sino que tampoco permite excluir del gobierno a fuerzas antipopulares que actúan en su propio interior, las que intentarán ahora negociar la dependencia con el capital monopolista. El 11 de marzo el pueblo dispuso los funerales del proyecto más coherente elaborado por el capital monopolista, al derrocar a la camarilla militar que, claramente desde 1966, se había transformado en principal soporte político de la dependencia. Este es un hecho histórico, pero a partir de él otra historia debe nacer aún.

 
 
 
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