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LUIS FELIPE NOÉ
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por JUAN CARLOS PORTANTIERO sociólogo, profesor consulto de la UBA
¿Podrá la sociedad argentina encontrar el camino que concilie las nuevas expresiones de la política que emergieron a partir de la crisis con el tradicional sistema de representación a través de los partidos? Esta búsqueda no debe demorarse.
El año próximo se cumplirán dos décadas de vigencia de la democracia en la Argentina. Se trata del período más largo de nuestra historia, ya que no podríamos hablar de democracia en el período anterior a la ley electoral de 1912 –aunque no haya habido interrupciones de la Constitución–, y la etapa abierta con la Ley Sáenz Peña, que garantizó el pluralismo político, culminó 18 años después con el golpe militar de Uriburu, es decir que ese primer ciclo democrático duró menos que el actual. Desde 1930 hasta 1983, nuestra historia política estuvo sesgada por el autoritarismo y la proscripción bajo diversos signos ideológicos, para culminar en el baño de sangre de los años setenta y en el colapso de la dictadura tras la derrota en Malvinas, que abrió paso a una restauración democrática. |
A partir de entonces se inició un proceso calificado como de transición hacia una reconstrucción institucional que consolidara la democracia, en el que se alternaron gobiernos pertenecientes a las dos grandes fuerzas políticas del país. Hoy, sin embargo, casi veinte años después, la idea de crisis se asocia nuevamente con la democracia y un grito colectivo –"¡que se vayan todos!"– sitúa en su nivel más bajo la legitimidad de la representación política. ¿Habrá perdido también la democracia su capacidad de convocatoria en la ciudadanía?
Dos mediciones realizadas en octubre de 2001 y febrero de 2002 en un informe que coordinara para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) proporcionan una interesante información al respecto. Mientras en octubre un 57% de los entrevistados declaraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno, tras la crisis que sucediera al derrocamiento del gobierno de la Alianza en febrero esa cifra ascendía al 62%. Pero, simultáneamente con ese crecimiento de la adhesión a la democracia disminuía la convicción sobre la necesidad de los partidos políticos. En octubre 60% de los consultados opinaba que sin partidos no podría hablarse de democracia, cifra que descendía al 47% en febrero, mientras la convicción de que la democracia podía funcionar sin partidos políticos subía en exacta proporción: un 41% de los argentinos así lo señalaba contra un 28% que pocos meses antes percibía lo contrario. Un dato adicional torna más comprensibles estas variaciones, que por un lado hacen crecer la valoración de la democracia y por otro decrecer el papel de los partidos en ella: un 20% de la población manifestaba haber participado en alguna reunión pública vecinal o marcha de protesta en los dos meses anteriores y un 57% consideraba que esas formas espontáneas eran eficaces para influir sobre las decisiones de la dirigencia, lo que indica que la ciudadanía se halla en la búsqueda de otras formas democráticas de asociación y de protesta, complementarias y más directas y horizontales.
La visión de los argentinos

A esta altura es pertinente interrogarse sobre qué es lo que entienden los argentinospor democracia. Vale aclarar que en cualquier lugar del mundo la democracia se traduce en la demanda colectiva por derechos iguales: trabajo estable con un ingreso razonable, acceso a la educación y a la salud y seguridad para las vidas y para el patrimonio. Si estos bienes públicos son insuficientes o están en retroceso, la mirada sobre la política democrática se torna inevitablemente crítica. En el plano conceptual, la discusión sobre la democracia se resume en el debate sobre los alcances de la ciudadanía, porque si la democracia es, primordialmente, una forma del gobierno del Estadoa la vez instituye un tipo de sociedad. Consiste, de modo simultáneo, en la vigencia de las libertades públicas y los derechos individuales y en una forma de vida colectiva que reclama valores de igualdad. Esto es, según la clásica descripción de T. E. Marshall, acumulación de derechos civiles, políticos y sociales.
Cuando los argentinos son consultados al respecto, surgen dos rasgos significativos. Por un lado, valoran casi del mismo modo los derechos civiles, sociales y políticos como sus principios constitutivos. Pero, por otro, en el momento de jerarquizarlos ponen el acento sobre los derechos sociales: salud, educación, vivienda y trabajo. En consecuencia, 6 de cada 10 argentinos consideran que hay democracia cuando se garantiza el bienestar de la gente, atribuyéndoles al voto y a la libertad de expresión un carácter secundario: sólo 3 de cada 10 consideran que hay democracia cuando se garantizan los derechos políticos aunque mengüen los derechos sociales.
Como ya señalé, esta elección a favor de los derechos sociales en desmedro de los otros, a los que en todo caso se considera como instrumentales para acceder a un bien sustantivo, no es patrimonio de los argentinos, pero en nuestro caso interesa explorar si a partir de ella podría definirse un perfil particular de ciudadanía. En sus estudios sobre modernización, Gino Germani distinguía dos formas de acceso a la democracia con participación total: una, que llamaré "republicana", parte de la consecución de los derechos civiles, prosigue con los derechos políticos y culmina con los derechos sociales configurando los rasgos del Estado de Bienestar. Otra situación es aquella –apuntaba Germani– en la que la participación total llega de la mano de regímenes de tipo "nacional-popular".
Una característica del perfil de ciudadanía resultante de esa última fórmula histórica particularmente argentina fue, en sus orígenes, la anticipación por parte del Estado de los derechos de la ciudadanía social en desmedro de sus aspectos civiles y políticos, así como la recuperación de elementos del patrimonialismo y del corporativismo en la organización de las demandas de la sociedad, en el marco de una situación temporaria de prosperidad. Estos rasgos determinaron una sobrevaloración del Poder Ejecutivo y una cultura política orientada a la negociación directa con el gobierno y no a las mediaciones que implica la representación. Por otro lado, los procesos de inclusión no acompañaron su etapa de expansión con el necesario desarrollo de una ciudadanía fiscal capaz de subvenir a sus costos, lo que implicó un financiamiento inflacionario que terminaría desvalorizando la moneda y el poder.
De todos modos, tanto en las situaciones que he denominado republicanas cuanto en las nacional-populares tienen primacía en la mayoría de la población las aspiraciones al bienestar general: la democracia es concebida como un régimen que debe combinar los derechos, por lo que la discusión entre aspectos procedimentales y sustanciales de la ciudadanía democrática resulta ociosa; unos y otros forman parte de sus condiciones necesarias pero ninguno es condición suficiente. La diferencia entre los modelos señalados residiría, en todo caso, en que en las situaciones culturalmente "nacional-populares" existe una conciencia corporativa de "derechos adscriptos" que deben provenir del Estado, y en el sistema republicano lo que prima es, según la expresión de Hanna Arendt, el "derecho a tener derechos", como una batalla que debe emprender la sociedad civil mediante el uso de sus derechos civiles y políticos.
"Promesas incumplidas"
Desde principios de los años ochenta la democracia se ha reinstalado en la Argentina pari passu con un creciente deterioro de la calidad económico-social. Aquella emblemática invocación de que con la democracia se educaba, se curaba y se comía no encontró confirmación en la realidad: ha sido bajo un régimen democrático de gobierno de inédita duración que ha estallado la crisis económica y social más grave de nuestra historia moderna. La exclusión social creciente, el retroceso económico, la inseguridad, esto es, algunas de las más importantes "promesas incumplidas" de la democracia, no han dado como resultado —al menos hasta ahora— el desprecio hacia la misma y la búsqueda de soluciones autoritarias para los problemas, pero sí la quiebra de la legitimidad de la representación sobre la cual se basa la democracia.
Si la continuidad institucional no parece estar en juego en la percepción de la mayoría de los argentinos, la evaluación del desempeño de sus representantes resulta francamente negativa, de modo que los políticos a cargo de la gestión de gobierno de la sociedad aparecen como los grandes responsables del fracaso colectivo.
En casi todas las sociedades occidentales la representatividad de los partidos políticos ha declinado, pero el caso argentino, entre algunos otros en América Latina, aparece como un caso límite de desfuncionalización: han fracasado como mecanismos de representación y como órganos de gestión. Podría decirse, con razón, que la crisis de la política como subsistema social es parte de una crisis más general: la crisis del Estado de Bienestar (en sus distintas modalidades; la nuestra es la del Estado de compromiso nacional-popular) en las condiciones de globalización del capitalismo y de predominio de los mercados. Quizás allí resida la causa más profunda del descontento frente a la política: mientras la gente vota para que los políticos acoten los poderes del mercado ellos se alían o doblegan frente a él. Pero lo político no desaparece, simplemente se reorganiza activando lo que algunos autores llaman la "subpolítica", es decir, la lucha por una nueva dimensión de la política en la que ella irrumpe más allá de las jerarquías formales. Esta visión parece estar presente en buena parte de la población argentina como producto de la crisis actual.
Una agenda necesaria
¿Cómo hacer para que este nuevo estilo colectivo que se expresa de manera primitiva en la consigna genérica "que se vayan todos" converja en una revisión de la democracia que amplíe sus horizontes sin descartar la representación ciudadana en los partidos políticos? Dicho de otra manera, ¿cómo combinar la democracia directa y horizontal con la democracia representativa que, en sociedades complejas, no puede ser sustituida por
la primera?
Ésta parece ser la principal tarea y el desafío mayor que enfrenta la democracia en la Argentina, en medio de la gravísima crisis actual de legitimidad, asumiendo como punto de partida que la única posibilidad de abordar seriamente la crisis político-institucional consiste en ocuparse simultáneamente del contexto catastrófico que impone la recesión económica y de sus consecuencias sociales.
Admitida esa condición necesaria, la reforma política para ajustar el régimen democrático a las nuevas condiciones planteadas por la necesidad colectiva de una ciudadanía plena adquiere prioridad. Una agenda mínima debería incluir los siguientes aspectos:
- mecanismos que transparenten el financiamiento de la política;
- régimen electoral que optimice las relaciones entre representantes y representados, respete a las minorías y asegure el pluralismo;
- agencia electoral independiente;
- reforma del régimen de los partidos políticos: programas de capacitación de sus cuadros, auditorías externas sobre el uso de los fondos, reafiliación obligatoria;
- reglamentación de los mecanismos de democracia directa incluidos en la reforma constitucional de 1994, y
- reforma de la Administración Pública profesionalizando la elección de sus cuadros, reforma del sistema tributario y de su relación con el sistema federal.
Esta problemática requiere acuerdos que impulsen políticas de Estado y que, incluso, permitan abrir un debate sobre reformas constitucionales. Sería entonces posible discutir, entre otros temas, la funcionalidad de un sistema semiparlamentario capaz de expresar mejor la complejidad de las opciones ciudadanas para fortalecer el poder gubernamental y minimizar el costo institucional de las crisis políticas.
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