
LUIS FELIPE NOÉ
No me lo digas hoy que es muy bello día
150 x 200 cm, 1990 |
por JOSÉ NUN politólogo, Investigador Principal del CONICET
Por definición, la dinámica del capitalismo genera grandes desigualdades mientras que uno de los principios básicos de la democracia es la igualdad de todos los ciudadanos. ¿Pueden combinarse ambas lógicas? ¿Cómo? ¿Y hasta dónde? |
Comencemos por algunos puntos acerca de los cuales hay acuerdo entre los estudiosos de la democracia liberal. El primero es que puede haber capitalismo sin democracia liberal pero, históricamente, no se ha dado nunca el caso de una democracia liberal que funcionase fuera de un contexto capitalista. El segundo acuerdo es que las razones de que esto sea así no son evidentes: la dinámica propia del capitalismo genera permanentemente desigualdades (entre los capitalistas y entre éstos y los trabajadores) mientras que uno de los principios básicos de la democracia es la igualdad entre todos los ciudadanos. Se desprende, entonces, una tercera cuestión, menos consensual que las anteriores: el maridaje entre el capitalismo y la democracia liberal implica siempre un compromiso, garantizado por el Estado, que trate de acomodar (si no de armonizar) esas lógicas divergentes de ambos regímenes.
Según señala Richard Cohen, en 1985 un gerente general de primer nivel ganaba 70 veces más que un empleado promedio; hoy gana 410 veces más. Pero lo que quiero destacar muy especialmente es la conclusión que extrae Phillips de su cuidadoso análisis. En sus palabras: "El desequilibrio entre la riqueza y la democracia en los Estados Unidos se ha vuelto insostenible". Es que el compromiso se ha roto a tal extremo en favor de los ricos que, si no es replanteado a fondo, el riesgo para el mundo son prácticas imperialistas cada vez más brutales y, para los norteamericanos, la consolidación de una plutocracia directamente no democrática.
En las últimas dos décadas del siglo XX, los procesos de transición a la democracia que han tenido lugar en América Latina se han enfrentado a condiciones terriblemente adversas que ninguno de ellos ha conseguido superar. Vale la pena detenerse por lo menos en dos de estas condiciones, de distinto carácter.
Primera . Según he dicho en otros sitios, cuando se habla de democracia liberal se hace una inversión de neto corte ideológico en virtud de la cual se logra que lo adjetivo se vuelva sustantivo. Históricamente, en países como Inglaterra o Estados Unidos existieron ante todo regímenes liberales muy establecidos e institucionalizados que debieron incorporar luego algunos elementos democráticos, en especial (y casi exclusivamente) el sufragio universal. Es decir que se ha tratado, en verdad, de liberalismos democráticos y no al revés, lo que tiene su importancia porque, a pesar de la retórica, en la práctica –y dentro de ciertos límites– han conducido siempre al "gobierno de los políticos" y no al "gobierno del pueblo". Son verdaderas "oligarquías electivas", sólo que, con sus más y sus menos, preservan un núcleo duro e importante de derechos ciudadanos.
Salvo contadísimas excepciones (entre las cuales no se halla la Argentina), la evolución de América Latina fue distinta y los efectos, sensiblemente menos republicanos y democráticos. No hubo tradiciones liberales fuertemente enraizadas y, más aún, en general los procesos de transición recientes tuvieron como punto de partida regímenes dictatoriales y autoritarios que se ocuparon de desquiciar cualquier semblante de respeto a la justicia o a la división de poderes. Es decir que no sólo era necesario levantar edificios institucionales casi desde cero sino que esto debía hacerse sin cimientos previos que allanaran la tarea.
Segunda . Tampoco existían en la región las bases de prosperidad ni los compromisos sociales que permitieron el desarrollo de los Estados de Bienestar en las sociedades capitalistas avanzadas. No por azar los años ochenta fueron bautizados aquí como la "década perdida" y los años noventa transcurrieron a la sombra del "modelo de Wall Street", también conocido como "consenso de Washington". Ciertamente, han existido diferencias nacionales y en pocos lugares los excesos de los poderosos han alcanzado dimensiones tan virulentas y han llevado a un saqueo tan notable como el padecido por la Argentina (donde, en 2001, un gerente general de primer nivel ganaba apenas un 20% menos que sus pares de los Estados Unido ).
Con el agravante de que, en otros países, se arrancó de bajos niveles de integración social mientras que, entre nosotros, sucedió al revés: se produjo una regresión que más que triplicó las cifras del desempleo, sumergió en la pobreza a la mayoría de la población, desindustrializó y extranjerizó la economía y generó una desigualdad sin precedentes. En este contexto, campearon por sus fueros la corrupción política, la ruptura de los lazos de representación, el vaciamiento institucional y la destrucción de los sistemas de educación, salud, justicia y seguridad.
Nos hallamos ante una réplica mucho más miserable y con muchos menos resguardos de ese cuadro de descomposición social que tan bien describe Phillips en su estudio acerca de la nación más rica del planeta. Y si no es el único en temer que el desenlace pueda ser allí no democrático, ¿qué decir de nosotros? Sencillamente que si no se acuerdan de inmediato nuevas reglas de juego y se pone coto a los excesos de los poderosos y de sus aliados instrumentales, las elecciones periódicas (en el supuesto de que se mantengan) serán aquí el pobre disfraz de una oligarquización cada vez mayor, asentada en la exclusión social y en la violación de los derechos humanos. No es un vaticinio sobre el futuro. Es una advertencia sobre el presente.
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