Reflexionar sobre la mundialización de la cultura es, de alguna manera, contraponerse -aunque no sea de forma absoluta- a la idea de cultura nacional.
Muchos autores argumentan que una cultura mundializada sería algo imposible, pues nos encontramos delante de una cultura sin memoria, incapaz de producir nexos o vínculos entre las personas. Este razonamiento tiene su lógica: de hecho la memoria nacional confiere un certificado de nacimiento para los que viven dentro de sus fronteras. Se hizo un gran esfuerzo para que ocurriera eso: la lengua oficial, la escuela, la administración publica, la invención de símbolos nacionales, actúan como elementos que propician la interiorización de un conjunto de valores compartidos por los ciudadanos de un mismo país. Sin embargo, hay autores -como Renato Ortiz- que afirman que empiezan a consolidarse ciertos indicios que nos sugieren la formación de una memoria internacional popular que cabalga sobre las transformaciones que analizamos en la clase anterior.
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Pero ¿cuál es el sentido de una memoria cuyos alcances van más allá de fronteras nacionales? |
Uno podría responder a priori que del mismo modo en que el capitalismo incipiente forzó la domesticación del sujeto, ese disciplinamiento profundo del que habla M. Foucault, para responder a las exigencias del nuevo modo de producción que estaba en formación, en la actualidad, el capitalismo avanzado y en el marco de las estrategias globalizadoras, se promueven la construcción de códigos mundializados que nos permiten sentirnos parte del mismo mundo, con las mismas apetencias e intereses. Esto implica una ardua ingeniería para interiorizar un conjunto de valores y comportamientos para circular con naturalidad en un mundo con nuevas reglas.
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Es decir, la memoria internacional sería la garante de las posibilidades de comunicación entre espacios planetarizados, como instancia de reproducción del orden social. |
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Pero ¿cuál seria la especificidad de esa memoria? |
Veámoslo del siguiente modo: una comparación entre memoria colectiva y memoria nacional es un punto de partida.
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Renato Ortiz enfatiza que cuando se habla de memoria colectiva, se toma al grupo como una unidad de referencia sociológica. Los grupos pueden ser ocasionales e inestables -como un grupo de amigos- o permanentes –como el caso de las colectividades religiosas o grupos tradicionales-. Poseen una característica común, se trata de comunidades de recuerdos. El acto mnemónico actualiza una serie de hechos, situaciones, acontecimientos, compartidos y vivenciados por todos. |
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Pero la memoria colectiva posee un enemigo: el olvido. Todo el empeño de la memoria colectiva es luchar contra el olvido, vivificando los recuerdos. Olvidar fragiliza la solidaridad sedimentada entre las personas, contribuyendo a la desaparición del grupo: comunidad y memoria se entrelazan. |
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La situación es otra cuando hablamos de memoria nacional. En este caso, el grupo no puede ser restringido pues la nación se define por su capacidad de trascender la diversidad que la constituye. Ella es una totalidad que nos hace pasar de la idea de “comunidad” a “sociedad”, en los términos que conceptualizara F. Tonnies a fines del siglo XIX. Sociedad en cuanto conjunto de interacciones impersonales, caracterizada por un alto grado de individualismo, impersonalidad y relaciones de puro interés, distante de los lazos solidarios inmanentes a la vida comunal. En la comunidad, los vínculos personales prevalecen y el acto de la rememorización refuerza la vivencia compartida por todos. |
La sociedad-nación quiebra esta relación de proximidad entre las personas. Los ciudadanos participan de una conciencia colectiva, pero no se sitúan más en el nivel de los cambios restringidos a un grupo autónomo y de tamaño reducido. Por eso, la memoria nacional es un universo simbólico de “segundo orden” es decir, engloba una variedad de universos simbólicos. Presupone un grado de trascendencia mayor, envolviendo a los grupos y clases sociales en su totalidad.
La memoria nacional pertenece al dominio de la ideología (en el sentido de ordenamiento del mundo, como decía Gramsci), dependiendo de instancias ajenas a los mecanismos de la memoria colectiva: el Estado y la ingeniería puesta en acto por la escuela, servicio militar obligatorio, símbolos, etc.
En el fondo, entonces, el debate sobre la autenticidad de las identidades nacionales es siempre una discusión ideológica; importa definir cuál es la identidad legitima, es decir, política y culturalmente plausible para la mayor parte de la población de un territorio determinado.
Llegados a este punto, necesitamos detenernos en dos cuestiones de importancia:
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La primera , acerca de cómo se construyó esa memoria que estructuró los pilares de la nacionalidad.
Una posición es la de Ernest Renan quien escribiera en 1882 que una nación es un alma y un principio espiritual a la vez. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de validar la herencia que recibimos como individuos.
La nación -como el individuo- es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y devociones, y el culto de los antepasados es –de todos- el más legítimo; los antepasados hicieron lo que somos. Pero para Renan, no son sólo las continuidades sino los quiebres, es decir, al menos no sólo el recuerdo sino el olvido selectivo, no la memoria sino la amnesia común, no las continuidades heroicas sino los anonimatos lo que permitieron el surgimiento de la Nación.
Este autor plantea que el olvido y el error histórico son los factores esenciales en la creación de una nación. Para él, a diferencia de la memoria colectiva, el realismo del pasado es una amenaza; olvidar significa confirmar determinados recuerdos, apagando los rastros de otros, más incómodos o menos consensuados.
Una variante de esta postura es la sostenida por Lotman y Uspenshij: la cultura es la memoria longeva de la experiencia colectiva, un mecanismo de organización de la experiencia colectiva y un sistema de modelización, un organizador del mundo humano. Un sistema cultural “eficaz” debe, en consecuencia, estar en condiciones de organizar lo no organizado o bien, frente a los objetos que su capacidad modelizadora no puede describir, de declararlos inexistentes. En este sentido, todo texto contribuye no sólo a la memoria sino también al olvido; por selección o por exclusión el olvido es un elemento constitutivo de la memoria. O, con mayor precisión, la cultura es una operación de transformación del olvido en uno de los mecanismos de la memoria.
Por el contrario, muchos autores sostienen y destacan la importancia de las tradiciones en la constitución de las naciones. Por ejemplo, en un excelente trabajo destinado a mostrar el modo en que los sectores populares franceses construían su mundo en común, Robert Darnton(11)sugiere que no es ajeno al proceso de construcción de una tradición nacional francesa, la transmisión oral de cierto numero de cuentos populares entre los sectores campesinos de la Francia medieval y renacentista. Darnton muestra el modo en que los cuentos populares eran transmitidos de generación en generación y de clase social en clase social, y destaca el rol de un personaje central en este proceso: son las nodrizas de los hogares más adinerados del país (provenientes de los sectores más pobres) las encargadas de favorecer este doble proceso de transmisión a través de los años y por encima de la marcada división de la sociedad francesa en clases sociales.
Tesis interesante cuando se la superpone -como lo enfatiza E. Rinesi(12) - con la propuesta del propio Darnton en su trabajo sobre los márgenes literarios del Antiguo Régimen para explicar cómo es posible sostener que hacia 1789 todo Francia era “rousseauniana” a pesar de que pocos franceses habían leído a Rousseau. Darnton destaca la importancia de una densa red marginal literaria, de escritores menores, propagandistas y agitadores que operaban –diría Beatriz Sarlo- como comunicadores de lenguajes, experiencias, entre la filosofía de los intelectuales y los sectores plebeyos dispuestos a aceptarla, en tanto fuera traducida a un discurso audible en términos de su propia cultura. Entonces, si las nodrizas de los siglos XVI y XVII contribuían a la lenta construcción -de “abajo-arriba”- de un piso común de tradiciones sobre el cual pensar en constituir una nación, los escritorzuelos populares del siglo siguiente “traducían” –de “abajo-arriba”- un conjunto de certezas en torno a las cuales va constituyéndose la “cultura política” de esa misma nación.
Como subraya Rinesi, se pueden llamar a esas producciones “mediaciones” y podríamos compararlas con esa larga serie de mediaciones, desde el melodrama mexicano, el teatro argentino o la música brasileña que han contribuido en América Latina a la configuración de homogeneidades a partir de la pluralidad, contribuyendo a dibujar hilos de continuidad en medio de las discontinuidades, produciendo identidades y “ficciones de identidades”, diagramando las diferentes tradiciones culturales en torno a las cuales se hizo posible la definición de los distintos espacios nacionales en el continente. |
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Cabe destacar que las posturas que apenas hemos delineado continúan siendo objeto de controversias en forma contemporánea y, como ejemplo, puedo citar el famoso debate de los historiadores que tuvo lugar en Alemania en la década de los años `80 acerca de cómo reconstituir la idea de nación después de Auswitchz o los intentos fracasados de clausurar la historia en la Argentina postdictadura. |
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La segunda cuestión que quiero plantear es que para poder entender la construcción de lo que R. Ortiz llama memoria internacional popular, vamos a focalizar nuestra atención en un ejemplo paradigmático: |
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Estados Unidos, país donde la construcción de la memoria nacional se realizó en estrecha relación al consumo.
Entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la sociedad norteamericana pasa por un conjunto de transformaciones: urbanización e industrialización son fenómenos que cambiaron la cara del país. Este es el momento de formación de un mercado nacional que favorece el florecimiento del big bussiness y el advenimiento de los oligopolios (Swift, American Tobacco Company, National Biscuit Company, etc). Surgen los principios de la administración moderna, integrada horizontal y verticalmente, fundada en el marketing y la publicidad.
Estos cambios que se realizan en la esfera económica suponen, además, otro de naturaleza cultural. Los hombres deben resultar aptos para comprar los productos fabricados. Pero esto provoco resistencias.
En el mundo “tradicional” de la sociedad industrial que se forma hasta el final del siglo XIX, el producto es percibido sólo como algo funcional. Su utilidad es el elemento preponderante. Pero la sociedad emergente requiere otra comprensión de las cosas: las mercaderías deben adquirirse independientemente de su “valor de uso”.
Al mismo tiempo hay que señalar, que con el advenimiento de la sociedad urbana industrial, la noción de persona ya no se encuentra anclada en la tradición. El anonimato de las grandes ciudades y del capitalismo de producción pulverizan las relaciones sociales, dejando a los individuos “sueltos” en la red social. La sociedad debe, por lo tanto, inventar nuevas instancias para la integración de los individuos, y en un mundo en que el mercado se vuelve una de las principales fuerzas reguladoras, la tradición se vuelve insuficiente para orientar la conducta.
Y es aquí donde entra en el escenario la publicidad como un factor de guía de los individuos, enseñándoles por medio de los productos cómo comportarse. Es decir, en los años 20 un temor a no conocer las nuevas reglas de juego, a transformarse en individuos solitarios en la multitud, la pérdida de fe en la comunidad ética o religiosa, habían distanciado a muchos americanos de la autoseguridad.
Los publicitarios, conscientes o no, percibiendo el vacío en la orientación de las relaciones personales comienzan a ofrecer sus productos como respuesta al descontento moderno. Entonces la publicidad adquiere un valor compensatorio y pedagógico: es modelo de referencia. Pero lo interesante a destacar es que estos cambios en Estados Unidos se vinculan al proceso de construcción nacional, es decir, para los hombres de negocio, consumo y nación son fases de la misma moneda. Como la escuela, el consumo modela la cohesión social y los publicitarios se consideran verdaderos artífices de la identidad nacional. Enseñando a los hombres las maneras y el imperativo del consumo, ellos trabajan para la eficacia del mercado y el reforzamiento de la unidad nacional. Como destaca R. Ortiz, los norteamericanos construyen la formula democracia=mercado; los ejecutivos de las grandes corporaciones dicen en la época “el deber primero de todo ciudadano es ser un buen consumidor”.
El universo del consumo surge así como el lugar privilegiado de la ciudadanía. Por eso, los diversos símbolos de la identidad -para los norteamericanos- tienen origen en la esfera del mercado: Disneylandia, Hollywood, Superbowl, Coca Cola, dibujos animados, comics, etc. |
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En otras palabras, la memoria nacional no apela a los elementos de la tradición (como los cuentos de Grimm en Alemania o las costumbres ancestrales en Japón(13)) sino a la modernidad emergente con el mercado. |
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En Europa, el derrotero fue similar pero con algún retraso. En las primeras décadas las sociedades industrializadas ya promueven valores contrastantes con el capitalismo clásico, pero este universo se limita a determinados sectores de la sociedad y a algunos países: Gran Bretaña, Francia y Alemania. Dicho de otra forma, la sociedad de consumo es incipiente y no determina las relaciones sociales como un todo. Esta indefinición permanece a lo largo del siglo XX, en su primera mitad, debido a problemas económicas y políticos (recuérdense las guerras mundiales). Pero en Estados Unidos, gracias a la dinámica de la economía y a la estabilidad política, la relación entre consumo y americanidad se concentra en una conjunción histórica fortuita. |
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Bien, hasta aquí hemos visto qué ingredientes requiere una memoria nacional para legitimarse, su carácter ideológico, pero además, en el caso de Estados Unidos, vimos cómo esa memoria se va moldeando no sobre los ingredientes de la tradición sino sobre las estrategias de consumo, modelando un imaginario donde los referentes tienen que ver con el mercado antes que con los valores del pasado. |
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