Los padres fundadores


La sociología se estructura a partir de una doble discusión. Si en su madurez el adversario es el marxismo, en su mocedad busca saldar cuentas con el Iluminismo. Los pensadores racionalistas del siglo XVIII aparecen así como un antecedente directo de la sociología, porque son los primeros que abren un campo de investigación más o menos sistemático: el que lleva a descubrir leyes del desarrollo social.

Uno de esos escritores será particularmente significativo, Montesquieu (1689-1755), a quien se prefiere recordar, sin embargo, como teórico de la ciencia política. Durkheim, en cambio, lo menciona con razón como un precursor de la sociología.

Es cierto que el tema de Montesquieu es el análisis de las instituciones políticas, pero la perspectiva con que lo encaraba era ya sociológica. En el prólogo a El Espíritu de las Leyes, su obra más conocida, escribía:

"Comencé a examinar a los hombres con la creencia de que la infinita variedad de sus leyes y costumbres no era únicamente un producto de sus caprichos. Formulé principios y luego vi que los casos particulares se ajustaban a ellos; la historia de todas las naciones no sería más que la consecuencia de tales principios y toda ley especial está ligada a otra o depende de otra más general".

Para Montesquieu las instituciones políticas dependen del tipo de Estado y éste, a su vez, del tipo de sociedad. Por ello -deducía- no hay ningún tipo de régimen político universalmente aceptable: cada sociedad debía constituir el suyo, de acuerdo a sus particularidades.

Este relativismo aleja a Montesquieu de sus contemporáneos, partidarios de una Racionalidad universal, y en ese sentido anticipa la crítica que los fundadores de la sociología habrán de aplicar a la cosmovisión trascendentalista de los iluministas.




Montesquieu piensa que es posible construir una tipología de sociedades, basada en la experiencia histórica, y ordenada en una sucesión temporal de progresiva complejidad. Este desarrollo creciente de las estructuras económicas y sociales provoca modificaciones en el Estado. Lo que cambia son las formas de solidaridad entre los individuos, desde las sociedades primitivas más simples hasta las más modernas, caracterizadas por una compleja división del trabajo.

Esta idea de Montesquieu sobre los cambios en los tipos de solidaridad generados por la división social del trabajo, será más tarde retomada casi literalmente por Durkheim.

La construcción de una tipología de sociedades, que permitiera la comparación entre ellas y, por otra parte, la intención de encontrar leyes de lo social, junto con una serie de hipótesis acerca de las relaciones entre el desarrollo social y el desarrollo político, permiten considerar legítimamente a Montesquieu como un precursor, como el primero de los pensadores adscriptos a la filosofía de la Ilustración que tiende un puente conceptual hacia el desarrollo de la sociología como disciplina centrada en un objeto autónomo de conocimiento.

Los principios del Iluminismo encontrarán su encarnación política en la Revolución Francesa de 1789. Pero, pese al optimismo de los racionalistas, la crisis de las monarquías y el desarrollo del capitalismo industrial no provocaron un ingreso al reino del equilibrio social, sino todo lo contrario.

Surge así la reacción antiiluminista, la nostalgia por el orden perdido, la filosofía
de la restauración.

El orden frente al cambio.
Lo sagrado frente a lo profano.
La autoridad frente a la anarquía

Estas son las antinomias levantadas por la ideología tradicionalista que se desarrollará particularmente en Francia, inspirada en Louis de Bonald (1754-1850) y Joseph de Maistre (1754-1821).

Este pensamiento reaccionario es otro de los eslabones importantes en el proceso de constitución de la sociología. Detrás de él se mueve explícitamente una reivindicación del orden medieval, de su unidad, de su armonía. Como señala Robert Nisbet, "el redescubrimiento de lo medieval -sus instituciones, valores, preocupaciones y estructuras- es uno de los acontecimientos significativos de la historia intelectual del siglo XIX".

Esto es muy claro en pensadores como los citados de Bonald, de Maistre o el inglés Edmond Burke, pero la idea aparecerá también en los fundadores de la sociología, aun cuando en su visión será la ciencia la que deberá reemplazar a la religión de los tradicionalistas en su carácter de principal elemento integrador de la sociedad.

Nisbet(2) ha señalado que las cinco ideas-elementos esenciales de la sociología, que estarán presentes en todos los teóricos clásicos, se vinculan con el pensamiento conservador, preocupado profundamente por las consecuencias desintegradoras del conflicto de clases.

Ellas son: comunidad, autoridad, lo sagrado, status y alienación. En efecto, todas son tema principal en Saint-Simon, en Comte, en Tönnies, en Durkheim o en Weber. Pero es posible dar un paso más que el mero listado de estas ideas-fuerza; la sociología clásica obtiene también del pensamiento tradicionalista una serie de proposiciones entrelazadas acerca de la sociedad.

Especialmente la concepción de ésta como un todo orgánico, superior (y exterior) a los individuos que la componen, unificado en sus elementos por valores que le dan cohesión y estabilidad y que proporcionan sustento a las normas que reglan la conducta de los individuos y a las instituciones en las que esas conductas se desenvuelven. Si esos valores, esas normas y esas instituciones se alteran, la sociedad entrará en un proceso de desgarramiento y de desintegración.



El tema central es, pues, el orden social; el cambio, la transformación sólo será un caso especial, controlado, del equilibrio, postulado simultáneamente como punto de arranque metodológico para el estudio científico de la sociedad y como ideal al que debe tender la humanidad.

Habitualmente se considera a Auguste Comte (1798-1857) como el fundador de la sociología. En rigor, él es el inventor de la palabra, contra su voluntad, porque en un principio había bautizado a su disciplina como "física social", término que a su juicio simbolizaba mejor sus intenciones de asimilar el estudio de los fenómenos sociales a la perspectiva de las ciencias naturales.

Pero más allá que la expresión introducida por él eternice a Comte como el padre de la sociología, el conde Claude Henri de Saint-Simon (1760-1825) puede reivindicar ese carácter con mejores títulos. Para algunos historiadores, incluso, Comte no haría más que plagiar -dándole un sentido más conservador- a la teoría saintsimoniana.

De hecho ambos autores estuvieron en estrecha relación: Comte fue secretario de Saint-Simon entre 1817 y 1823 y colaboró con él en la redacción del Plan de las operaciones científicas necesarias para la reorganización de la sociedad, trabajo en el que se sostenía que la política debía convertirse en "física social", cuya finalidad era descubrir las leyes naturales de la evolución de la sociedad.

Esta "física social" haría ascender al estudio de la sociedad a la tercera etapa por la que tienen que pasar todas las disciplinas:

La positiva, culminación de los dos momentos anteriores del espíritu humano, el teológico y el metafísico.

Esta vinculación con Comte -quien señaló siempre su deuda con de Maistre y de Bonald- parece chocar con una imagen difundida de Saint-Simon como precursor del socialismo, como "socialista utópico".

  • En primer lugar, cabe señalar que el pensamiento de Saint-Simon está plagado de tensiones internas que alternativamente pueden ofrecer una perspectiva revolucionaria o conservadora.
  • En segundo lugar no es al propio Saint-Simon a quien se debe adscribir al socialismo utópico sino sobre todo a sus discípulos, en especial Bazard y Enfantine, quienes entre las revoluciones del 30 y del 48 avanzaron resueltamente en una dirección social y política anticapitalista.

En Saint-Simon se fusionan elementos progresivos y conservadores.

  • Por un lado, admiraba el orden social integrado del medioevo, pero
  • por el otro ha quedado en la historia del pensamiento como un teórico del industrialismo y como un profeta de la sociedad tecnocrática.

Tenía sobre la "escuela retrógrada", como la llamaba, de de Maistre y de Bonald un doble juicio.

  • Por un lado -dice- han establecido "de una manera elocuente y rigurosa" la necesidad de reorganizar a Europa de manera sistemática, "necesaria para el establecimiento de un orden de cosas sosegado y estable".
  • Por otro lado, al intentar "restablecer la tranquilidad" reconstruyendo el poder teológico, y al señalar que "el único sistema que puede convenir a Europa es aquel que había sido puesto en práctica antes de la reforma de Lutero" yerran totalmente, pues "al sentido común repugna directamente la idea de retroceso en civilización".

La pasión dominante del sentido común es "la de prosperar mediante trabajos de producción y (...) por consiguiente no puede ser satisfecha más que mediante el establecimiento del sistema industrial".

El conocimiento científico deberá ocupar en la nueva sociedad el papel que la fe religiosa ocupaba en la sociedad antigua.

El sistema industrial del futuro será gobernado autoritariamente por una élite integrada por científicos y por "productores", en los que Saint-Simon agrupa tanto a los capitalistas como a los asalariados. Esta élite aseguraría la unidad orgánica de la sociedad, perdida tras la destrucción del orden medieval, con la Ciencia ocupando el lugar de la Religión, los técnicos el de los sacerdotes y los industriales el de los nobles feudales(3).

Esta concepción, ciertamente, tiene muy poco que ver con el socialismo, utópico o científico. Su mérito es haber reconocido en las leyes económicas el fundamento de la sociedad. Esta conexión del análisis social con el análisis económico se acentuará con la influencia que sobre él ejercen los Nuevos principios de Economía Política de Sismondi (1773-1842), publicados en 1819. En ese texto, uno de los pilares del anticapitalismo romántico, Sismondi señala que la finalidad de la economía política es estudiar la actividad económica desde el punto de vista de sus consecuencias sobre el bienestar de los hombres. De allí arrancan, ambiguamente, nuevas preocupaciones de Saint-Simon sobre la situación de las clases más pobres, aun sin llegar al nivel de las formulaciones sismondianas que reconocen la existencia de un conflicto despiadado en el interior de la clase de los "productores", entre asalariados y propietarios.

Esta apertura la ensancharán sus discípulos que, en 1828, tres años después de la muerte de Saint-Simon, crean la escuela saintsimoniana y comienzan a desarrollar una tarea que violentará en mucho las conclusiones del maestro.

En 1825 Francia había sido sacudida por una primera crisis general: las consecuencias sociales del sistema industrial comenzaban a estar a la vista y entre 1830 y 1848 la lucha de clases sacudirá al país. Los saintsimonianos cambiarán de auditorio: ya no escribirán para los industriales sino, preferentemente, para los intelectuales y para el pueblo, aunque no siempre con buena fortuna. Ideas que no aparecían en Saint-Simon, como la de lucha de clases o críticas violentas a la propiedad privada y a la nueva explotación capitalista son comunes en sus textos, ellos sí adscriptos al socialismo utópico. En su sistema de pensamiento, economía, sociedad y política aparecen íntimamente relacionadas en una visión crítica y totalizadora.

Luego de ellos -y notablemente con otro discípulo de Saint-Simon, Comte- esa unidad se parcelará. El punto de partida metodológico de la sociología clásica, como señala Lukacs, será el postulado de la independencia de los problemas sociales con respecto a los económicos. Cada ciencia social extremará hasta la irritación los pruritos de su "autonomía" con respecto a las otras: por un lado la sociología, independiente de la economía y la ciencia política; por otro, desde el triunfo de la escuela marginalista, la economía "pura". Ambas limitadas a una observación de la correlación entre los hechos.

Claro está que esta exacerbación de la autonomía puede aportar conocimiento científico, más allá del carácter ideológico de la teoría que la sustenta. Pero, aferrados a "los hechos", "a lo dado", al nivel de las apariencias, las ciencias sociales fragmentadas se enfrentarán a preguntas que no podrán responder o que ni siquiera podrán plantearse, porque su formulación depende de una visión globalizadora y dinámica de la totalidad de las relaciones sociales en un modo de producción históricamente determinado. Citando otra vez a Samir Amin:

"La única ciencia posible es la de la sociedad, porque el hecho social es único: no es 'económico' o 'político' o 'ideológico', etc., aunque el hecho social pueda ser aproximado hasta un cierto punto bajo un ángulo particular, el de cada una de las disciplinas universitarias tradicionales (la economía, la sociología, la ciencia política, etc.). Pero esta operación de aproximación particular podrá ser científica en la medida en que sepa medir sus límites y preparar el terreno para la ciencia social global".

La autonomía de la sociología será finalmente fundada por Comte. A más de un siglo de publicadas sus obras, ellas adolecen para el lector contemporáneo de una antigüedad insanable; el contacto con ellas es, hoy, una tarea de arqueólogos.



Pensar

Comte no hace más que resumir ideas ya circulantes en su tiempo e integrarlas a un discurso pomposamente "totalizador". Sin Saint-Simon y sus intuiciones quedaría muy poco de Comte, cuya tarea fundamental consistió en depurar al saintsimonismo de sus tensiones utopistas y enfatizar sus contenidos conservadores.

El objetivo de sus trabajos -Curso de filosofía positiva (1830-1842) y Sistema de política positiva (1851-1854)- es contribuir a poner orden en una situación social que definía como anárquica y caótica, mediante la construcción de una ciencia que, en manos de los gobernantes, pudiera reconstruir la unidad del cuerpo social.

Su deuda con de Bonald y de Maistre era explícita, pero del mismo modo que Saint-Simon, difería con "la escuela retrógrada" en cuanto no creía en la posibilidad de una restauración puntual de "l'ancien régime".

Comte incorpora a su discurso la idea de la evolución y del progreso, pero, en tanto conservador, suponía que los cambios debían estar contenidos en el orden. La sociedad debía ser considerada como un organismo y estudiada en dos dimensiones, la de la Estática Social (análisis de sus condiciones de existencia; de su orden) y la de la Dinámica Social (análisis de su movimiento; de su progreso).

Orden y Progreso se relacionan estrechamente.

  • El primero es posible sobre la base del consenso, que asegura la solidaridad de los elementos del sistema.
  • El segundo, a su vez, debe ser conducido de tal manera que asegure el mantenimiento de la solidaridad, pues de otro modo la sociedad se desintegraría.

En realidad, la idea de evolución es la del desarrollo sucesivo de un principio espiritual de acuerdo con el cual la humanidad pasaría por tres etapas, la teológica, la metafísica y la positiva.

Esta última sería capaz de sintetizar los polos de orden inmóvil y de progreso anárquico que caracterizaron a las dos primeras etapas.

La etapa positiva marcaría según Comte la llegada al estado definitivo de la inteligencia humana y colocaría, en una nueva categorización jerárquica de las ciencias, a la sociología en la cima de ellas.

La sociología o física social, esto es,
"la ciencia que tiene por objeto el estudio de los fenómenos sociales considerados con el mismo espíritu que los astronómicos, los físicos, los químicos o los fisiológicos, es decir, sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento es el objeto especial
de investigación".

Tal conocimiento permitiría a los gobernantes acelerar el progreso de la humanidad dentro del orden. La nueva política positiva sólo podría ser aplicada por una élite autoritaria; así, Comte habría de enviar su libro al zar Nicolás I de Rusia, "jefe de los conservadores de Europa", señalándole que sus teorías estaban básicamente pensadas para la autocracia. El mismo Comte se autoproclamó, hacia el final de sus días, como el papa de una nueva religión, la positiva.

La vinculación al positivismo, verdadero punto de arranque de la sociología clásica, con los intereses políticos de quienes buscaban conservar el orden social, será todavía más clara en Herbert Spencer (1820-1903). Su obra coincide con el esplendor victoriano, es decir, con la consolidación de su país, Gran Bretaña, como potencia hegemónica mundial.



Spencer fue mucho más positivista -en el sentido de intentar aplicar a lo social el método científico-natural- que Comte, a quien incluso atacó. Para Spencer no existían diferencias metodológicas en el estudio de la naturaleza y de la sociedad. El principio que unificaba ambos campos era el de la evolución; las leyes de la misma, propuestas por la biología, eran universalmente válidas. Es notorio que detrás de Spencer están las teorías de Darwin, quien publica El origen de las especies en 1859, tres años antes de que comiencen a aparecer los copiosos tratados de Spencer, diez volúmenes que abarcan la sociología, la psicología, la ética y la biología.

La teoría de Spencer no hace más que consagrar triunfalmente el predominio del capitalismo libreempresista y la influencia imperialista británica. Ferozmente individualista, toma de Darwin el principio de la supervivencia de los más aptos y los traslada al campo social para justificar la conquista de un pueblo por otro. Partidario extremo del laissez faire propugna la desaparición de toda intervención estatal: uno de sus libros (1884) se llama El hombre contra el Estado.

Esto marca, ciertamente, una separación radical del paternalismo político comtiano; a diferencia de éste, Spencer señalaba que la sociología debía demostrar que los hombres no debían intervenir sobre el proceso natural de las sociedades.

Paradojalmente, esta ciencia spenceriana, que de manera transparente no era otra cosa que la con-ciencia de las clases dominantes británicas de su tiempo, influyó considerablemente sobre élites de sociedades dependientes, como la propia argentina de fines de siglo.



EN SINTESIS

No es difícil establecer las vinculaciones estrechas que existen entre los problemas de la sociedad francesa y la teoría de Comte o la era victoriana en Inglaterra y los principios de Spencer. La misma relación podría postularse entre la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX y la obra de Ferdinand Tönnies (1855-1936), principal representante de la otra vertiente significativa en los orígenes de la sociología clásica.

La sociología es un fruto tardío en Alemania, con relación a Francia e Inglaterra. La posibilidad de constituir un campo de conocimiento autónomo para los hechos sociales fue primero rechazada a partir de la consideración que los problemas sociales no eran otra cosa que problemas políticos del Estado, integrables en la ciencia jurídica. Esta tradición, que duró bastantes años, fue reemplazada por otra, igualmente negativa frente a las pretensiones de la sociología, pero basada en argumentos de tipo epistemológico.

En efecto, lo que está en discusión a fines del siglo XIX en Alemania es la legitimidad de construcción de una ciencia de lo social equiparable a las ciencias de la naturaleza. La orientación dominante, de origen neokantiano, rechaza la posibilidad de aplicar métodos analíticos al mundo del hombre.


Surge así la distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, culminación de la distinción kantiana entre Razón Pura y Razón Práctica.
Sólo lo fenoménico, lo material, puede ser conocido; lo cultural, lo propio del espíritu sólo puede ser intuido. Los hechos históricos son únicos e irrepetibles; es inútil buscar en ellos regularidades o invariantes para determinar leyes, tal como lo hacen las ciencias naturales.

En ese clima cultural, fuertemente marcado por el historicismo y por el rechazo al cientificismo positivista y al marxismo, surge Tönnies cuya importancia -más allá de sus aportes propios, que recogerán luego otras teorías- estriba sobre todo en haber abierto el camino para una obra como la de Max Weber.

El libro fundamental de Tönnies es Comunidad y Sociedad, publicado en 1887. La sociología aparece en él como conocimiento de las relaciones sociales y éstas, a su vez, sólo pueden ser concebidas como producto de la voluntad de los hombres. Dos tipos básicos de relación entre los hombres son los de "comunidad" y "sociedad".



Ejemplo de la primera es la familia, el vecindario, el grupo de amigos. Su característica es estar fundada sobre lazos naturales, asimilados al modelo de un organismo. Ejemplo de sociedad sería la ciudad o el Estado, fundados sobre el contrato, la racionalidad, el cálculo y asimilados los lazos que unen a sus elementos con las piezas de una máquina.

Esta tipología reaparecerá, directa o indirectamente, en Max Weber (quien utiliza las definiciones de Tönnies sobre comunidad y sociedad explícitamente) y aun en Durkheim, para quien los lazos de solidaridad que constituyen la comunidad conformarán lo que llama solidaridad mecánica, y los que constituyen la sociedad serán equivalentes a los de la solidaridad orgánica.

Comunidad y Sociedad eran, para Tönnies, lo que Weber llamaría después "tipos-ideales": esto es, jamás se dan puros en la realidad, pero, como extremos de una polaridad de relaciones sociales, sirven para la confrontación comparativa y para el análisis de las formas sociales concretas.



EN SINTESIS

Saint-Simon, Comte, Spencer, Tönnies y otros que podrían agregarse, comportan en conjunto una suerte de prehistoria de la sociología clásica. En buena medida, como lo hemos señalado, sus obras han perdido en sí mismas toda actualidad. Pero las preocupaciones metodológicas que incorporan, tensionadas por el naturalismo y el historicismo; la línea general que preconizan, en relación con la sociedad, marcada por un afán conservador; incluso buena parte de los conceptos que aportan, configuran un capítulo relevante para el ingreso de la sociología a su etapa de madurez. En ésta, dos figuras habrán de desempeñar un papel sobresaliente, muy por encima del de sus contemporáneos: Emile Durkheim y Max Weber.

 

Durkheim: el problema del orden

Emile Durkheim nace en el año 1858 y muere en 1917. Su madurez intelectual abarca el duro período de consolidación y crisis de la Tercera República francesa, en la que la política de los liberales, anticlerical y antitradicionalista, pero también duramente represiva frente a las reivindicaciones del movimiento obrero, sufre los embates del neobonapartismo de Boulanger y del antisemitismo y nacionalismo expresados en el proceso Dreyfus. Judío, descendiente de rabinos,

Durkheim fue un producto claro del laicismo y del cientificismo de esa Francia republicana que se erigía luego de Luis Bonaparte, de la guerra con Alemania y de la Comuna de París.

En ese entorno, Durkheim asume una misión: colaborar en la consolidación de un orden moral que le diera a la nación francesa la estabilidad del antiguo régimen, pero fundada sobre otras bases.

Su pregunta central es, pues, una pregunta sobre el orden:

¿Cómo asegurarlo en la compleja sociedad industrial en donde los lazos tradicionales que ataban al individuo a la comunidad están rotos?

En uno de sus libros fundamentales, El suicidio, publicado en 1897, Durkheim señala que la felicidad del ser humano sólo es posible si éste no exige más de lo que le puede ser acordado.

Pero "¿cómo fijar la cantidad de bienestar, de comodidad, de lujo, que puede perseguir legítimamente un ser humano?".

Los límites -añade- no deben buscarse ni en su constitución orgánica, ni psicológica. Librado a sí mismo el hombre se plantea fines inaccesibles y así cae en la decepción. En nombre de su propia felicidad, pues, habrá que conseguir que sus pasiones sean contenidas hasta detenerse en un límite que sea reconocido como justo. Ese límite debe ser impuesto a los hombres desde afuera por un poder moral indiscutido que funde una ley de justicia.
Pero ella "no podrán dictársela ellos mismos; deben recibirla de una autoridad que respeten y ante la cual se inclinen espontáneamente.

Únicamente la sociedad, ya directamente y en su totalidad, ya por mediación de uno de sus órganos, está en condiciones de desempeñar ese papel moderador; porque ella es el único poder moral superior al individuo y cuya superioridad es aceptada por éste"(4)

El orden moral es, pues, equivalente al orden social. Este, a su vez, se expresa como un sistema de normas que, por su parte, se constituyen en instituciones. La sociología es el análisis de las instituciones; de la relación de los individuos con ellas.

Esta preocupación aparece nítida desde sus primeras obras. En 1893 publica su tesis de doctorado, La división del trabajo social, cuyo eje problemático es ya la relación entre el individuo y la sociedad. El supuesto es que hay una primacía de la sociedad sobre el individuo y que lo que permite explicar la forma en que los individuos se asocian entre sí es el análisis de los tipos de solidaridad que se dan entre ellos.

Durkheim reconoce dos: la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica.

En el primer tipo, vinculado a las formas más primitivas, la conexión entre los individuos -esto es, el orden que configura la estructura social- se obtiene sobre la base de su escasa diferenciación. Es una solidaridad construida a partir de semejanzas y, por lo tanto, de la existencia de pocas posibilidades de conflicto.

La solidaridad orgánica es más compleja. Supone la diferenciación entre los individuos y como consecuencia la recurrencia de conflictos entre ellos, que sólo pueden ser zanjados si hay alguna autoridad exterior que fije los límites. Es la solidaridad propia del industrialismo. Esa autoridad, esa fuerza externa -moral, social, normativa- es la conciencia colectiva, que no está constituida por la suma de las conciencias individuales, sino que es algo exterior a cada individuo y resume el conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de una sociedad. Es esta conciencia colectiva la que modela al individuo, la que permite finalmente que la sociedad no se transforme en una guerra de todos contra todos.

Estas ideas se perfilan mejor en otro trabajo, el ya citado El suicidio, texto que, además de afinar la teoría sustantiva que Durkheim tiene sobre la sociedad, se ha transformado en un clásico de la investigación empírica, en un modelo todavía utilizado como ejemplo del tratamiento específico de relaciones entre variables para probar conexiones causales.

¿Por qué tratar de explicar el suicidio en términos de la sociología?


¿No se trata, acaso, de problemas individuales, cuyo campo de conocimiento sería la psicología?

En efecto, la psicología puede estudiar el suicidio, pero si en lugar de ver en ellos acontecimientos aislados, consideramos a los suicidios en conjunto, durante una unidad de tiempo y en una sociedad dada, esto ya constituye un hecho nuevo, superior a la suma de los actos individuales: es un hecho social. Y el estudio de los hechos sociales es el terreno de la sociología.

 

(2) Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, Buenos Aires, Amorrortu, 1969, tomo I, pág. 29.

(3) Saint-Simon, Catecismo político de los industriales, Madrid, Aguilar, 1960, pág. 190.

(4) Emile Durkheim, El suicidio, Buenos Aires, Schapire, 1965, Pág. 197.

 
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